Aquella mañana, desperté sobresaltado, lo recuerdo, escuchando el ruido de los helicópteros y las sirenas de los coches de policía. En ese instante, de una manera automática, supe que algo había ocurrido. Encendí la tele, junto a mi mujer, y con una niña recién nacida, nuestra primera hija, llamada Alex, vimos las primeras noticias: 13 muertos en una explosión en unos trenes de Madrid. 13 muertos, muy cerca de casa. Diosss!!! A medida que pasaron los minutos, las horas, los días, estos años, fuimos entendiendo la verdad. La matanza en los trenes de Madrid del 11 de marzo de 2004 causó 191 muertos y 1.858 heridos.
El atentado cambió para siempre la vida de 3.000 personas. A medida que íbamos llegando a la oficina, nos borraban de la lista de las posibles víctimas. Decidí dejar mi puesto de trabajo y donar sangre en un Centro de Transfusiones cercano. Las secuelas psicológicas de las víctimas, que en verdad somos todos, persisten 10 años después.
Laura sigue en coma vegetativo. Su madre llora todas las mañanas. Al salir del cole, Irene Matas, de seis años, pintó un lazo negro con un rotulador gordo en una hoja de su bloc cuadriculado y lo pegó en la puerta de su adosado. Esa mañana, los padres de su compañera Sandra se presentaron a recogerla antes a clase porque su tía había muerto en los trenes de las bombas. A Roberto le gustaba escuchar a los Héroes del Silencio siempre que viajaba en el tren, camino de Atocha, y mirar las caras de los viajeros e imaginar historias dentro de unos ojos aún adormecidos.
Aquellos hijos de puta, programaron la hora exacta de la explosión de las bombas para que los trenes estallaran en las estaciones. Así se aseguraban el mayor número de víctimas: los viajeros del convoy y los que esperaban en los andenes. A las 7.41 y las 7.42, respectivamente, casi nadie se baja del tren que va hacia Atocha en El Pozo y Santa Eugenia.
Recuerdo la radio. Escuchar la radio en el coche, ver a los otros conductores de los otros coches escuchando la radio, las cifras de muertos y heridos, los testimonios, las declaraciones políticas, la confusión, la extrañeza al pensar que todo debía ser mentira, una pesadilla, una peli de ficción con final extraño pero feliz. Recuerdo las manifestaciones, las caceroladas, la indignación… Aunque esa es otra historia.
Antonio Delgado, maquinista del tren que estalló en El Pozo, salió ileso. De cuerpo, que no de espíritu. Su tren, un 450, o buque en la jerga del oficio, fue el único de dos plantas de los afectados. Su vida no ha vuelto a ser la misma. Nunca lo será, dice su mujer.
Recuerdo el silencio del barrio en el que vivíamos, muy cerca de las explosiones, y el estupor de todos, la honda tristeza, el luto, la muerte… Recuerdo las imágenes y el frío silencio en la morgue del pabellón Seis de Ifema y recuerdo la carnicería cercana, donde comprábamos, regentada por dos hermanos que siempre discutían, y que nunca volvió a abrir. También lo recuerdo.
A las 7.37 horas de la mañana del 11 de marzo de 2004 explotó en Atocha la primera de las 10 bombas que acabarían con una historia escrita, iniciando otra historia, otro camino, éste, el que nos ha traído hasta aquí, a trompicones, durante estos diez malditos años.
Como dijo León Bloy, escritor francés, “el sufrir pasa; el haber sufrido no pasa jamás”. Así es, una pena pero así es, y lo recuerdo.