De esta guerra no saldremos indemnes. Las heridas serán claras en unos casos; por ejemplo, en esas persianas echadas que certificarán la defunción de muchos negocios durante este coma inducido a la actividad empresarial; en otros, los golpes serán más complicados de descubrir e, incluso, de describir. Los certámenes literarios o cinematográficos deberían de ser prohibidos por higiene mental, durante bastante tiempo. Este encierro, sin duda, habrá actuado como Cataratas del Niágara o Fuentes del Nilo para más de una de esas personalidades letraheridas y, encima, confinadas frente a un ordenador. Cráneos privilegiados. Me recitó Alfonso Canales unos versos que, creo recordar, atribuyó su factura a Pérez Clotet: “Maldición, dijo el cartero / tres libros de Marrodán / y estamos a dos de enero.” En efecto, la obra poética del bilbaíno Mario Ángel Marrodán es, pues como corresponde a alguien de mi amada Bilbao. Que no falte sobre la mesa. Yo sufrí en aquella “Taberna de Manolo”, en el Rincón de la Victoria, al autor de varios miles de versos inspirados por la, entonces, cercana muerte de Lola Flores. No tuvo piedad ninguna y, además, me había capturado contra uno de los rincones de aquel angosto espacio, con mi cubata recién pedido. Aquello rimaba “faraona” con “leona” y “gran persona” cada pocos segundos. Estuve a punto de escupir aquella bebida en la que me refugié cuando, durante un arrebato severo, unió “guitarra” con esa devoción que sentían por Lola todos los habitantes del barrio malagueño de “Gamarra”, patria chica del inspirado que allí me escenificaba una lectura que yo no le había pedido. Quería remitir aquellos folios a uno de los premios más importantes de poesía en castellano aunque, al mismo tiempo, se lamentaba de que ese galardón ya estuviera pactado, con toda seguridad. Rubricó sus afirmaciones mediante una de esas frases distintivas que sólo se expresan bien si, y sólo si, el emisor se encuentra, a un tiempo, jugando con un palillo de un lado a otro de la boca, y acodado sobre la barra de la taberna. “Ya se sabe, en este país… el que tiene padrino se bautiza”.
Escenas semejantes aguardan a quien haya realizado cualquier acercamiento al mundo del cine. Un director, con una buena cantidad de pelis en su currículum, se encontró con un conocido al que no veía desde el colegio. Los dioses habían tenido la bondad de mantenerlos alejados durante más treinta años hasta que aquel día coincidieron en un autobús de largo recorrido. Tras los saludos, preguntas de rigor y la alegría expresa de aquel tipo, sentado durante su niñez en un pupitre próximo a alguien del mundo de las pantallas, llegó ese silencio en que el atacante aprovecha para arrojar su dardo inicial. “Pues yo tengo un peliculón en la cabeza. Pero no te lo cuento, que me lo copias.” Ante tal afirmación caben dos posibilidades. Una es inmediatamente descartada por toda esa misma cantidad de cortesía que le faltó a ese guionista imaginario quien, por supuesto, narró su delirio con todo detalle. Con la cabeza apoyada en el respaldo y la mirada en el vacío, el condenado a oyente asentía cada ciertos segundos. Ya saben, zombis, coches, ella, él, la mala y el tipo ambiguo que al final resuelve con un hacha toda la tragedia. Playa, martinis en mano, confesión de embarazo como esperanza de futuro para le especie, beso y fundido con un sol rojizo de fondo. Se acercan tiempos aciagos para todas esas artes literarias, coplas, guiones, novelas, relatos y poemas, sobre todo poemas. Líricos, sobre amantes obligados al suplicio de la videoconferencia y niños con sus ilusiones de juego arrebatadas por un virus que, por desgracia, rima con “vid”, “David” y “adalid” para que no falte su metáfora frente a Goliat. Épicos, de enfermeras y galenos que no sólo no pueden besarse por llevar la máscara puesta, sino una u otro (el doctor siempre será masculino) morirá en brazos de una u otro. Lágrimas y aplausos a las ocho, con una rima tan a la mano, como si el fallecimiento se hubiera producido a las cinco.