Tres cosas hay en la vida, ya saben, salud, dinero y el amor, que suele saltar por la ventana apenas la pobreza llame a la puerta. En realidad dos. Casi una. El capital maquilla cualquier rastro de podredumbre. Las madres de las pollitas casaderas, las apenas adolescentes en el siglo XVIII, apañaban para sus hijas el matrimonio con indianos, esto es, con aventureros que hicieron fortuna en las Américas y regresaban para finalizar sus días en esa misma tierra donde les fue negada cualquier prosperidad. Una relación mercantil y transparente en la que no había engaños. El estado social óptimo para la mujer, en aquellos entonces, era la viudedad sobrevenida por infarto forzoso de su cónyuge rico. Si, por tanto, reducimos a dos esos pilares que soportan nuestra fragilidad existencial, descubrimos que ya han sido disueltos por la carcoma de este virus que muerde con daño profundo. El humano conoce el universo desde el trampolín de su lenguaje. Cualquier cosa que diga puede ser usada en su contra. Esa ley inapelable de las causas y los efectos actúa en nuestros patrones lingüísticos con mayor severidad que aquella que mostraba incompatible el riego sanguíneo de los viejos millonarios con el trote de caderas lozano de sus jovencísimas esposas, error muy denunciado por los pensadores de la época aunque consentido por la sociedad. Este virus está infectando nuestras finanzas, nuestra salud orgánica y la más difícil de restituir, la mental, como constatan las incongruencias ya enquistadas en las charlas de patio. Sin salud ni dinero olvidemos los míticos amoríos del verano, tostados sobre aceites con aromas de coco. Nadie va a querer visitar un país donde se usan expresiones que traducidas significarían una sinrazón de la razón o poco más. La locura quijotesca sólo queda graciosa entre los grabados de Doré. Ciertos sintagmas se han aclimatado a nuestra lengua como este bicho asiático a nuestros pulmones.
El fenómeno se inició con la propaganda sobre las virtudes de la “distancia social” que, en todo caso, debería de ser llamada “distancia animal”, esa que procura un conejo cuando se descubre frente a un lince, por ejemplo. Las arañas evolucionaron con sus técnicas de red para anular el resultado de esa medida que el instinto aconseja entre depredador y depredado. Nuestra condición humana se revela en esa alegría cuando encontramos un congénere y nos abrazamos y besamos. Sobre todo, si la congénere baja de un escenario de estriptís apenas cubierta por una mini-bata. Es muy importante que los términos queden claros. Ya nos quieren resignar a ese disparate de la nueva normalidad, que si es normal, esto es, de norma, de lo aceptado durante un tiempo en un espacio, no puede ser nueva, y si es nueva no es normalidad. La frase debería de ser: la distancia animal es anormal. Así con rima tipo curso de idiomas barato. A partir de que interioricemos estos sintagmas, cualquier orden de nuestras autoridades quedará justificada sin que nos planteemos su congruencia, término que en teología significa esa capacidad que dios tiene para actuar en el mundo de los hombres sin que afecte a nuestra libertad. Como en aquella película de Woody Allen, el telediario podría anunciar un día de estos que los menores de dieciocho pasan todos a tener dieciocho, que la ropa interior será llevada por fuera y que el nuevo idioma oficial de España es el sueco. Todo quedaría cobijado bajo el manto de esa pretendida nueva normalidad sin que balbuceáramos ningún asombro ante tales arbitrios. El lenguaje dibuja un mundo y traza sus límites. De pronto, el hablante se descubre enclaustrado en un recinto que apenas permite respirar y aún no sabe cómo entró. Las palabras perdieron su inocencia milenios antes de que se iniciara la centuria en que aquellas mocitas se casaban con la esperanza de que el luto les llegase pronto y apareciera un amorío, si no verdadero, al menos excitante, sin amenazas de nueva normalidad ni de distancias sociales. Tres cosas hay en la vida. Puede que dos. Creo que una. Y aquí estoy, incongruente, como cantaba el Chaqueta, esperando el porvenir, y el porvenir nunca llega.