Los profetas de dios, de cualquier dios, se dirigían al pueblo pertrechados con un báculo o vara que, en aquellos albores de la humanidad, otorgó algún tipo de supremacía emanada de esa extravagancia de poseer un palo. Tales elementos icónicos se han transferido en nuestra época a esos tipos que, antes de pontificar sobre cualquier asunto, airean con pericia un palillo higiénico, de un lado a otro de la boca, mediante convulsiones de la lengua. Su liturgia se complementa por una postura singular que descarga el peso del cuerpo sobre un codo, a su vez, apoyado en la barra del bar de abajo, paredes que, gracias a estos parroquianos, alcanzan semejantes cotas de sacralidad que la Catedral de León, la Mezquita de El Cairo o la Cueva de Menga. El hombre apenas ha evolucionado desde el neolítico. Las revoluciones tecnológicas no enriquecieron nuestro fondo de armario mental. Aún almacena esas pieles de ovicápridos a medio curtir con las que nos abrigamos ante cualquier borrasca de una existencia que, ya sabemos, conjuga su coctelería de lágrimas y risas, casi en proporciones iguales, y sirve sobre mucho hielo. Así desnudos, secundamos esas afirmaciones tajantes por elementales; esas que articulan el discurso esgrimido por quienes llevan un palo en la boca, en la mano o en el sobaco, quienes eructan verdades verdaderas sobre el origen del huevo, los misterios de la curva, sea la de la niña o la estadística, que también, o sobre cómo afrontar una desgracia colectiva como esta que ya domina el ánimo. En estos instantes, muchos prefieren aquella ignorancia tan feliz de las épocas remotas. Frente a esa desescalada que se avecina, como si descendiéramos de algún cielo, hay que establecer unos principios precisos que eviten confusiones entre la ciudadanía. Que prevalezcan la lógica, la solidaridad y un ánimo de protección mutua, en ocasiones, desacorde con los individuos.
Si nos centramos en asuntos concretos, arrojaremos luz sobre tanto vacío que nos atosiga. Se permitirá que un número de creyentes acuda a los cultos. La selección de fieles que complete el aforo, debe primar la acogida inmediata de las y los pecadores que se encuentren en peligro de ir al infierno en caso de defunción. La iglesia católica aquí juega con ventaja. A modo de portero, sitúa un cura confesor en la puerta y, cuando el sacerdote señale al monaguillo que permita el paso, ahí llega un cordero descarriado a la busca de una redención espiritual de mayor urgencia que la de esas beatas que casi comulgan ya por costumbre y sin que el diablo les ponga más tentaciones por delante que la de saltarse la dieta de glucosa. La hostelería debe considerar parámetros similares. Así, en caso de que los hoteles abran, prevalecerán, según criterios señalados, las parejas circunstanciales sobre cualquier otro tipo de junteras con domicilio común instituido y desgravaciones de Hacienda. La necesidad de acudir a un establecimiento, refugio de amoríos bandoleros, se revela primordial sobre cualquier otra consideración para el disfrute de un espacio de ocio que, durante los actuales tiempos oscuros, muy bien puede circunscribirse al ámbito del dormitorio conyugal e, incluso, al de ascensor del bloque si se tratara de añadir un plus de delirio a ese recurrente intercambio de mucosas al que la naturaleza nos esclaviza. Desde la propia oficina de recepción se extenderían certificaciones de culpa que, mediante app, ya reserve puestos sin demora en cualquier templo según la fe y domicilio de los usuarios. Respecto a los bares y restaurantes, se debe imponer un derecho de admisión tal, que permita la expulsión de clientes aunque ya ocupen mesa, en caso de que aparezcamos cualquiera de esas y esos conocidos profesionales que soportamos a España sobre el hígado. Esas gentes abnegadas y anónimas que, en lugar del palillo, aparecen con la tarjeta de crédito entre los dientes ajenas a la conciencia de un mañana. Héroes y heroínas que levantan un país a costa de su salud. No es momento de egoísmos sino de entrega. La parte virtuosa de nuestra ciudadanía puede aguardar, sin daño, sus encuentros en la tercera fase.