La obsesión por clasificar cosas constituye una característica de los humanos, desarrollada al ritmo de su grado de civilidad. Así, los arqueólogos de períodos prehistóricos necesitan mayores presupuestos que los medievalistas, por ejemplo. Durante aquellos lejanos estadios de nuestra especie, ancestros y antepasados enterraron sus utensilios en cualquier sitio para fastidiar la labor de los historiadores. Apenas el humano tomó conciencia de sí, no sólo pidió un güisqui doble, sino que encargó a los carpinteros de aquellas remotas épocas cajas y armarios para que los futuros investigadores realizaran reportajes por haber facilitado tanto su tarea. Los egipcios muestran buen ejemplo de ello. Milenios después, estas obsesiones no sólo se han trasladado a millones de clases de envoltorios y etiquetas con código de barras y todo, sino a campos de elementos tan abstractos como el del significado de las palabras y hasta el de los silencios, casi siempre con mayor valor que lo que uno suelta por la boca. A no ser que alguien suelte la dentadura de oro sobre el mantel, o la combinación ganadora de la lotería primitiva. En mi intransferible diccionario de los componentes que articulan mi existencia, yo incluyo la moral en el mismo capítulo donde alojo el mando a distancia de la tele, la receta para la paella y los órganos genitales. Agradan mientras son manipulados por ti, pero molestan si son tocados por los demás. Cada español tiene su modo erróneo de cocinar la paella. Nunca falta esa criatura que viene a preguntarte si le has puesto tal o cual ingrediente a tu más que insuperable modo de hacer tan, en exceso, popular plato. No veo la televisión en compañía para respetar mejor la vida de mis invitados. Sobre el onanismo, Woody Allen nos enseñó que es hacer el amor con alguien a quien uno quiere. Y sobre la moral, me despierto con la absoluta certeza de que la mía es la propia.
Las zonas de España donde la intransigencia con la moral ajena se ha mostrado más violenta y sanguinaria, desde las Guerras Carlistas, han sido País Vasco y Cataluña. La txapela y la barretina como símbolos irredentos. Las religiones mayoritarias, encargadas de custodiar las revelaciones incontestables, defendidas mediante hogueras y pedradas, también se distinguen por cubrir la cabeza de sus sacerdotes con distintivos, sobre todo, la de quien tenga que ponerse en contacto con la divinidad, ya sea por fijo o móvil. En ese sentido, avanzaron mucho sobre nuestras prácticas antiguas. Imaginen a cualquiera de los actuales intercesores entre la deidad y los creyentes disfrazado con una cabeza de ciervo o de toro, tal como nos revelan las pinturas rupestres. En el cajón de la intolerancia, junto al de la moral, tengo albergados los distintos gorros con los que los hombres se cubren para no tener que aceptar que otro se acaricie sus genitales como le venga en gana, mientas revisa la programación con click parsimonioso entre cada canal, y prepara una paella con atún en escabeche. Por este último motivo, yo enviaría un destacamento de ejecutores a su casa, eso sí, uniformado con penachos de plumas rosas insertados sobre una sartén invertida. Hay cierta clase de humano, entre el que me incluyo cuando me visto de carabinero italiano de gala, que no tolera que los demás actúen según su conciencia o sus condicionantes. Es muy peligroso cubrirse la cabeza. El cerebro se recalienta. Bajo su presión las ideas se hacen magmáticas y poco fluidas. Una vez en ese estado, el sujeto no duda de que su moral es la única que vale. Además, si fue dictada por algún dios, o asimilado, entonces ni sangre ni dolor alzarán obstáculos para su cumplimiento. No obstante, mi moral, la que sí es verdadera, además de críticas, acepta donaciones no importa lo generosas que estas sean, mientras que la explico a cuantos interesados quieran oírla y no importa dónde. En la última terapia con papiroflexia aprendí a confeccionar un rápido gorro con las hojas de un periódico que me concede un fanatismo tajante, pero moral por supuesto.