El español es un idioma ya milenario, resultado de una inmensa construcción colectiva y curtido en mil batallas lingüísticas que han abarcado cada uno de los ámbitos por donde naveguen los humanos, desde las artes hasta los insultos, desde las ciencias hasta los pucheros. Una lengua rica para descubrir matices y recovecos allí donde la mirada se fije o el ánimo presienta cualquier brisa, a priori, inexpresable por repentina. Miles de comarcas que aportan caudal léxico como arroyos que conforman uno de los principales ríos idiomáticos de la humanidad. Millones y millones de hablantes que tonifican en presente y pasado este árbol que nos protege con su infinita sombra segmentada en esas tres conjugaciones que nos sitúan en el aquí cuando amamos, nos estremecemos o reímos. El español es un tesoro que con frecuencia despreciamos los propios hispanohablantes. La edad y sus experiencias, en demasiadas ocasiones cuando ya es tarde, revelan las grandes mentiras inoculadas por el cine. Incluso demasiado tarde. Esos puñetazos que se dan y reciben en las peleas de bares no se asemejan en nada a los percibidos sobre la pantalla. Por acudir a escenas más amables, he sido expulsado de algún dormitorio por brindar con champaña vertido dentro de un zapato Manolo Blahnik de cierta dama poco comprensiva con esos influjos que sobre mi ánimo ejerció el celuloide en su momento. Menos ruinoso fue aquel número compuesto por chimenea, alfombra y la desnudez de dos amantes que finalizó con casi neumonía, lumbalgia por frío y quemaduras leves en el rostro y pelo de la chica. Los sueños hacen daño, pero más sus traducciones. Alguien habla por cualquier interfono y se siente obligado a soltar un “Te copio, Charly, te copio”, en lugar de un “Dime, Paco, te escucho”; igual que un “afirmativo” por un sí, siempre afirmativo, o un “no” tan negativo como el bofetón que me soltó aquella chica a quien intenté invitar, de nuevo y ya sin fiebre, a otro hotelito de montaña con chimenea, alfombra, champán y dos copas de cristal, por supuesto. Aprendí a huir de algunas quimeras y de esos zapatos tan caros.
Teníamos ganas de invierno y vaya pechá que nos dimos la semana anterior, así en malagueño, un localismo tropical como atardecer en la playa con mojito en la mano. Nuestras emergencias se centran más en las resacas que en las tiritonas, pero también las padecemos y demuestran los estragos que las películas proyectaron sobre las mentes de esas autoridades que, como ciertos héroes bélicos, copian, afirman y niegan cuando intentan hablar un castellano estilo Rambo o así. Me tienen loco con sus códigos de alertas. El uno representa el inicio, pero si nos referimos a los juegos de cartas, por ejemplo, el As es el ganador de todo, el primero, muy republicano porque hasta ningunea al rey. Avisan alerta uno por la radio y salgo hacia el trabajo que parezco un buzo ártico. Al medio día me convierto en un exhibicionista involuntario que acepta sumiso los insultos de las señoras mientras me voy desnudando por la calle, a la vez que maldigo las agencias meteorológicas a gritos estentóreos. Con los colores me sucede algo parecido. El naranja me da buen rollo, conlleva efluvios de Valencia, tierra de absenta, pasiones y luz. Cada vez que anuncian alerta naranja parezco un inglés vestido con mi camisa hawaina, el rostro pálido por congelación. Amarillo es el color del sol en los mapas del tiempo, como dice la canción, pero el rojo refleja la calidez absoluta. Bajo alerta roja llego como el típico nórdico que muere por hipotermia en la Costa del Sol, con pantalones cortos y chanclas. Habito un idioma preciso y rico, como otros tantos, pero con sus propias expresiones que no tienen por qué travestirse en las de una aventura bélica en Vietnam. “Un frío del copón, lloverá a cántaros, lleven una rebequita que luego refresca, no salgan sin jersey, sábado de brasero, botella y baraja”. Mensajes inequívocos. “Alerta naranja que tornará a dos, sobre las 18.45, con posibilidad de roja”. Esto es otro idioma. Cuánto daño ha hecho el cine y cuánto me duele.