La humanidad occidental arrastra una existencia tan deforme que hace un siglo nombró aquella década como los Felices Veinte. Si pudiéramos preguntar a mi abuela Nati, ya una preciosa moza antequerana allá por esos apenas inicios del siglo, tampoco creo que situara tales días en el calendario de su dicha personal. Me contó que su salario apenas permitía llenar con suficiente comida el zurrón de una persona que, paradojas, marchaba hacia el campo para conseguir un jornal con el que ni siquiera podía sustentarse una persona. Que yo sepa nunca compró un gramófono, ni un vestido de soirée tocado por medias de cristal. Jamás bailó los danzables de época por las casonas del pueblo donde los ricos organizaran un sarao. Los occidentales sólo conocemos la Pax Augusta, un breve período durante el que el ejército romano permaneció en sus cuarteles, y los Felices Veinte, como episodios de calma y paz, definida durante 2000 años como ese intermedio entre una y otra guerra. El final de aquella euforia colectiva y americano-francesa, más que universal, fue otra crisis solucionada mediante nuevos episodios bélicos. Se pueden encontrar aspectos positivos en aquel final tan abrupto de lo que la publicidad nos quiere presentar con una época edulcorada en extremo. Por fortuna pasaron de moda aquellos vestidos largos que pretendían una mujer sin pecho, ni caderas como símbolo de la modernidad. Mi abuela Nati vino a Málaga como miembro del servicio de una señora. Cuando salieron a pasear ambas con sombrero, un grupo de tipos les arrojó piedras e insultos. Los años veinte fueron cosmopolitas y galantes en ciertos domicilios. La felicidad es multifacial y heterogénea. Dicen que el dinero nada tiene que ver en esto. Tal vez. Me encantaría que Hacienda tuviera que demandarme por varios millones de euros y, mientras, padecer la abulia de un pobre rico en batín y pijama, por los salones, junto a mis fieles dogos y mis no menos fieles chicas uniformadas con cofia, tacón de aguja y bandejas de Dry Martini en sus manos. Se me va mucho la pelota cuando me imagino con billetes.
No soy partidario de hacer previsiones. Apenas he sido capaz de prever mi propia vida de modo que me hubiese convertido en el tipo melancólico antes descrito. Deprecio a los visionarios que no rimen con millonario. Dentro de estos parámetros de prudencia que me impongo, considero que este año, que ya se pretende espejo de aquella lejana década, va a ser improductivo para el general iraní Soleimani a quien Trump le ha arrojado varias bombas sobre la cabeza. Los occidentales llevamos demasiado tiempo sin una buena guerra que echarnos entre pecho y espalda. Tenemos locos de sobra en el poder mundial. Cada uno de ellos bajo el mandato de sus intereses personales. Veremos si nos animamos a destruirnos. Esas pretendidas décadas almibaradas sólo lo son para quienes triunfan en la escritura de la historia. Para que en los palacios antequeranos hubiera fiestas de esas que, muy de lejos, imitaban la alegría expandida desde documentales americanos, un grupo de menesterosos, entre los que se encontraba mi abuela, tenía que fregar los suelos, pulir la plata y servir las copas. El proletariado jamás vistió según la moda de París. Este año se ha arruinado una posible Pax Augusta. Quizás el siguiente. La década arriba a nuestras orillas desde el oleaje de una profunda crisis que casi ha quebrado la sociedad. Cien años más tarde, imagino a mi abuela Nati. Sale del súper con un carro lleno de marcas blancas pero tampoco llega a fin de mes. Sus contratos siempre son precarios; apenas contrarrestan los muchos ceros de una hipoteca, o esos alquileres excesivos a causa de una inexistente oferta de vivienda pública que invalidará cualquier regulación que se pretenda desde el gobierno. Como otra previsión, de esas que me tengo vetadas, me atrevo a asegurar que esta década será feliz para unos sí y otros no, los de casi siempre en cada caso. Ah, y en lugar del charlestón, padeceremos el twerking.