Creo que hay que tomar decisiones y enfrentarse a la Historia sin excusas y cara a cara. Por ejemplo, ayer mismo arrojé al contenedor de papel los doce tomos de las memorias de Napoleón. Si algo nos ha enseñado el devenir de la humanidad, incluso desde antes de la invención de la escritura y su consecuente plaga de notarios e hipotecas, son dos lecciones fundamentales. La primera es que los humanos hemos padecido demasiado tiempo libre que ha sido dedicado a actividades tan exóticas como esa de mover piedras de un lado hacia otro y alzarlas allí donde no había. Un entretenimiento que si se explicase a alguien ajeno a nuestro planeta quizás decidiera no volver a visitarnos nunca más. De hecho ese abrumador silencio de la galaxia puede que se deba a que los extraterrestres ya nos conozcan desde hace miles de años. Era fácil deducir que por muy alto nivel tecnológico que alcanzara un grupo de simios que arrastraba piedras de un lado a otro como culmen de su sabiduría, no iba a llegar mucho más allá de destrozar todo lo que encontrara a su alrededor y a sus semejantes. La cantidad de ese exceso de ocio se puede calcular según el número de guerras y enfrentamientos que todas las civilizaciones han promovido. Entre arrastrar piedras para ponerlas de pie en otro sitio y pegarle una pedrada a alguien no hay demasiadas diferencias desde el punto de vista conceptual. El resto de actividades sociales discurre entre esos dos diques, la medicina nace como respuesta a una brecha abierta en la cabeza, mientras que el estudio de las matemáticas, leyes físicas e ingenierías proceden de esa necesidad imperiosa de poner en vertical una piedra de varias toneladas, hecho que evolucionó hasta situar una nave sobre la Luna o Marte donde, tal como mostró “2001. Una odisea en el espacio” alguien ya habían instalado allí un monolito con el ánimo de fastidiar esta pasión irrefrenable que los humanos sentimos por la geología en general y por los pedruscos voladores en particular. No sé si existirá otra especie en todo el Universo que pretenda agasajar a sus hembras ofreciéndole un mineral. El escarabajo pelotero es más práctico.
Asistimos en estos días, pues, a una serie de actos tan humanos en Cataluña como el lanzamiento sistemático de piedras y otros objetos a nuestros semejantes a la vez que se realiza un gran homenaje al fuego, amigo leal de nuestras andanzas como hombres y que, desde que un primer imbécil se atrevió a cogerlo en sus manos, nunca falta a ninguna de nuestras ceremonias sean religiosas, de venganza o de exterminio, actos que nos distinguen del resto del mundo animal, de un modo incontestable. Esto es la guerra. Otra guerra más que quizás, como la Primera Mundial, nadie sabrá explicar nunca de modo coherente. Una oportunidad para que los historiadores puedan comer, gracias a presentaciones de libros y conferencias donde se sirvan canapés y copa de vino del lugar. He aprendido muchas interesantes lecciones de mis acercamientos a la Historia. Por un lado, sus canapés tras los debates son peores y más escasos que los de las charlas de los arquitectos, aunque de mejor calidad que los ofrecidos en las lecturas poéticas, eso no admite discusión. Por otro, de los valientes, de los grandes héroes de nuestra épica, sólo se escriben epitafios, mientras que los cobardes nos legan extensas biografías. Por último, debemos agradecer esa gran obsesión de los historiadores por documentar de modo fehaciente todos los datos, pues nos permite repetir los acontecimientos una y otra vez con escasas variaciones, si acaso estéticas. No sé, resultaría tan llamativo que viéramos a alguno de los pirómanos de Barcelona desnudo y pintado de azul con un bote de gasolina en la mano, como a los policías vestidos de romanos con su penacho de plumas y todo. Ya lo decía el Eclesiastés, no hay nada nuevo bajo el sol. Estos disturbios de Barcelona son humanos, muy humanos. Cuando todo finalice, alguien propondrá que se alce un monolito en memoria de alguien o de algo y, una vez más, habremos cerrado un círculo que sólo es parte de una espiral que nos conduce a mover piedras de una lado a otro como la especie enferma que somos. Un error de la naturaleza, incluso en catalán.