Puede que se haya cometido el primer delito espacial. Una de las astronautas de la Estación Espacial Internacional ha aprovechado los mayores avances tecnológicos del ser humano, tras cientos de miles de años de evolución, para espiar las cuentas bancarias de su novia en la Tierra, con quien mantiene un contencioso al que no diluyen las condiciones de gravedad cero. Allí uno podría estar dando vueltas y piruetas con lo divertido que debe ser eso de, no sé, arrojamos chupitos de vodka por la habitación y a ver quién captura más en vuelo con las manos atadas a la espalda. Pero no. Frente a esas indiscutibles ventajas que los científicos han arrancado a las fuerzas de la naturaleza que impedían tanto el despegue del suelo, como ese juego de los chupitos que van cruzando el aire, ha aparecido la condición humana sin máscaras, su característica de mamífero capaz de albergar un odio incrustado y de conservarlo, casi al vacío, más allá de la última atmósfera. Imaginen los ojos del empleado del banco haciendo órbitas cuando comprobó las conexiones desde donde se había accedido a las cuentas corrientes. Los astronautas, por lo visto, nunca usan los ordenadores de a bordo, que deben ser casi tan avanzados como el mío, para averiguar si pasaron el recibo de la luz, el de la peluquería de sus parejas, siempre a la última moda por si se tercia una entrevista aunque sea radiofónica, y lo que es más importante para todo cosmonauta, si fue cobrada la póliza del seguro de vida y decesos, asunto al que suelen estar muy atentos. Explicaba Hegel que el sujeto se convierte en esclavo del objeto de su odio. Nunca reflexionó aquel maestro de tesis y antítesis sobre los límites de esas cadenas que, ahora, sabemos con tendencia al infinito espacial y temporal. En este caso por un asunto de parejas que, al fondo, siempre se trata de los celos y sus consejos sanguinos; del mismo modo, ese odio transterreno podría haber arraigado por un asunto de lindes rurales hace un siglo y el piloto habría usado tal nave para estrellarla contra el cortijo de aquella familia que ofendió el honor de la suya. Somos así.
Dentro de nosotros habitan varios yoes y no todos son buenos, ya lo explicaron, mediante los conflictos entre sus personajes, Cervantes y William Shakespeare, a quienes los indepes catalanes quieren renacer como Sirvent y Gillem Gisper. Yo mismo, oigo voces del más allá dentro de mí que me aconsejan que perpetre diversos crímenes, que no siempre serán bien aceptados por la sociedad actual tan pacata para muchos asuntos. Pero parece que llevan poco tiempo en España, apenas hablan castellano y no comprendo lo que dicen. Por ahora, aparento una normalidad casi absoluta en sociedad. De la misma fuente que brota un Quijote, manan diez Sanchos, es decir, esas facetas que sólo atienden a los comportamientos primarios que gobiernan nuestra conducta, entre las que el odio se encuentra como motor principal con mayor potencia que el ansia de poder, de dinero o de sexo. Hay que reconocer que, según la cantidad, el dinero te puede convertir en un ser bello y sublime desde ciertas ópticas. Sobre todo, si usas gafas de lujo y sueles romperlas o perderlas en cada fiesta. Como para aquel Quijote, una necesidad de trascendencia nos mueve desde que descendimos de aquel árbol perdido en mitad de la sabana y decidimos andar erguidos, más que nada, para dejar de enseñar el trasero que no todo el mundo lo tiene bonito. Después de aquello y de abrocharnos los pantalones, nos hemos enseñoreado tanto del mundo que nos comportamos como tópicos pandilleros de botellón en un aparcamiento nocturno. Primero destrozamos todo, luego abandonamos ahí los desperdicios y vuelta a empezar. Simios cosmopolitas que no podemos esquivar una profunda naturaleza oscura allí donde lleguemos. Nuestra conquista del cosmos quedará empañada por episodios tan chuscos como este que nos ocupa y por varios grotescos, tipo parricidio en Próxima B, o matanza rural en Encélado. Mejor, nos quedamos en tierra.