Narra la medio leyenda que cuando las tropas musulmanas llegaron a Tarifa capturaron al hijo de Guzmán. Desde ese episodio, el Bueno. Le ofrecieron su vida a cambio de aquellos muros que él defendía ya para nadie. Las tropas de Rodrigo habían sido derrotadas y aquel rey sin honra, pero con una Visa oro en el bolsillo, se encontraba en el aeropuerto a la busca de un vuelo hacia Bélgica o Suiza, refugios naturales de canallas con billetes. Ya saben, Guzmán el Bueno arrojó el puñal a los pies de la turba mora y con él les lanzó varias frases lapidarias que lo inscribieron con mayúscula en la mitología ibérica, del tipo: “Pues la mancha de una mora, con una alemana se quita”, junto con otras sabias sentencias. Realicemos uno de esos ejercicios de prestidigitación histórica, esto es, situemos a Guzmán en su torreón, con el coche guardado en el garaje y el chiquillo que se ha llegado con la moto hasta el establecimiento de pizzas más próximo para pillar un par de familiares con las que hacer menos tedioso aquel cerco mediante el que los musulmanes pretendían someter a su familia y, así, obligarla a usar canela y nuez moscada en el arroz con marisco, algo que un gaditano no podía permitir. El chaval, que también tenía sus detalles chungos, había cogido el móvil último modelo al padre para jugar mientras aquellas pizzas salían del horno. Total que, alertada por el escándalo del tubo de escape ilegal de la moto, el niño fue detenido por la tropa moruna. Tras una llantina para que no le retiraran el vehículo, vende el celular del padre y las claves de acceso. Y ahora regresemos a la escena mítica. El general sarraceno amenaza ante el castillo: “Guzmán, o entregas la plaza o enseñamos a tu mujer lo que llevas en el móvil”. Aquel hombre imperturbable e incorruptible, que contemplaría ahí a su vástago tocado por ese peladito a lo futbolista, el teléfono en manos del jerifalte enemigo y la moto entre dos municipales con turbante que exhibían el cuaderno de multas, enrojecido por las carcajadas de la chusma soldadesca, habría ofrecido su puñal y dicho: “Vale, pero primero matáis al niño”.
El móvil se ha convertido en nuestros días en ese amigo al que, sin mucho convencimiento, permites que viva en casa a cambio de que te ayude con algunas tareas domésticas, pero al poco contemplas cómo se ha adueñado del mando del televisor, tu colonia y tu camisa favorita. Hay criaturas nacidas con genética del virus de la gripe. La batalla ente los ángeles de Dios y los del Diablo se celebra hoy en día en las facultades de informática de todo el planeta. Esos seres sobrenaturales, pero con apariencia humana, se han matriculado con el objeto de esclavizar o liberar al hombre, según la APP que patenten. No apostaría mucho por los ángeles del cielo. Aunque en el último instante de esta partida Dios siempre puede desenchufar el sol y asunto concluido. Por ahora vencen los demonios. Lanzan aplicaciones mediante las que se puede conocer a personas en todos lo sentidos del verbo, desde el profesional hasta el que me parece más noble, esto es, el de finalizar el encuentro en la cama sin otro propósito que el disfrutar. El móvil va acumulando fotos, teléfonos y conversaciones tan comprometedoras como esas que llevaron a Guzmán el Bueno a matar a su propio hijo. Al poco, aparece otro programita que oculta toda esa información bajo la apariencia de una inocente calculadora que activará su verdadera pantalla mediante código. Junto con estos elementos también surgieron los consultorios virtuales donde se podía encontrar una pareja tradicional, de esas que, cuando constatan que son felices, deciden casarse para odiarse mejor. Este catálogo de ángeles invasores esculpidos en código binario ha sido completado mediante el lanzamiento de ingenios que delatan dónde se encuentra tu pareja cuando te dice que está en la biblioteca nocturna, muestran la dirección e indican si es establecimiento público, creo que incluye línea directa con bufete de abogados y hasta con el Tribunal de la Rota. Vamos a arrimarnos hasta que alguna APP os separe.