La censura, como la posesión del mando a distancia de la tele, fastidia a quien la sufre no a quien la maneja. Bertold Brecht escribió en 1939: “Yo sé bien que sólo al dichoso se quiere”, en “Malos tiempos para la lírica”. Estos nubarrones contra la creatividad revelan padecimientos crónicos del ser humano. Se enquistaron en nuestra naturaleza igual que los piojos o la sarna. Rebrotan apenas lleguen estaciones propicias. Y así estamos ahora. Tarados de diferentes índoles se postularon para tomar el poder, y el pueblo español se lo entregó para que sus ideologías fuesen eructadas en decisiones como esta de vetar artistas o escritores, de los que también conozco casos. Lo de censurar se parece al uso del mando a distancia en que, cuando uno le ha pillado el gusto a pasar canales hacia delante y hacia atrás, el resto de espectadores desaparece. Se diluyen en el aire las protestas de la niña junto con las de la abuela cuando aquello no se detiene en ningún programa. Hasta que alguien apague la tele y estampe el mando contra la pared, otra especie de censura que censure a la censura. La censura se camufla, incluso se vuelve escapista a lo Houdini y tiene mucho de circense. Sus magos lo mismo te dejan mudo con una ley sacada de la chistera, que te seccionan en dos mediante corte judicial. Por reconocerle una virtud, hay que decir que es ecuánime como la muerte, no distingue razas, ni credos, ni catecismos. Así, por ejemplo, han sido censuradas líricas tan distantes como la de Luis Pastor, Def Con Dos o C. Tangana, cada una por razones siempre bien justificadas para quien las esgrime. Sumemos a esta presión monetaria el toque de indignación que el supremacismo catalán dio a Rosalía por haber usado un hispanismo dentro de una letra cantada en el maravilloso idioma de mi adorado Joan Margarit. El ánimo de censura aparece como los picores en verano y uno se rasca. Stalin disfrutaba tanto como McCarthy cuando veía que sus creadores desafectos morían de hambre por las aceras de Los Ángeles o Moscú.
La censura gubernamental se puede ejercer en España, y en Europa, a causa de la excesiva dependencia que la cultura padece del sector público. En su nombre se perpetran acciones, con los euros comunes, tales como la subvención del maltrato animal en forma de corridas de toros, bous al carrer o defenestración de gansos al trote del caballo. Las concejalías de festejos, donde con frecuencia también es arrumbada la de cultura, tienen la misión de que un pueblo baile bajo la orquestina del gratis total. Quien paga manga, como ya hemos visto en casos, pero sobre todo, manda. Y ahora lo constatamos. Si los artistas hubieran sido contratados para salas privadas o casetas, donde la empresa arriesga, no habrían aparecido en titulares porque se hubiesen caído de un cartel de festejos que dependerá de la firma de una concejalía que se debe a sus votos, filias, fobias, compromisos, familia y amantes. Así, el heavy-metal debe tanto a la España rural como el jazz a la urbana. Entre ambos polos navega el resto de estilos y grupos musicales. Como las calores para los piojos o la miseria para la sarna, hemos articulado un sistema de gestión cultural propicio que encumbre a los elegidos de la fama y la gloria, tanto para figurar sobre un escenario, como para ser nominados en las listas de canapés y copa al final de ciertas veladas poéticas o inauguraciones museísticas. Esos que abominan de la iniciativa empresarial han descubierto el mismo botoncito para censurar que quienes predican las libertades de mercado. Una vez que el mando a distancia ha caído en tus manos cómo te vas a resistir a usarlo. Y esto no ha hecho más que empezar. Ya lo he escrito, gracias a las lecturas limitadas que nuestra población política, o para-política de ONG, realiza no se ha propuesto el exilio de Quevedo del sistema educativo. Junto a un grupo de indeseables organizaré lecturas clandestinas de sus más indecorosos poemas. Reviviremos aquellas sensaciones de los mártires en las catacumbas durante estos tan malos tiempos para la lírica.