Big Data

5 Ago

De pequeño leía “Las aventuras del Capitán Trueno”. En sus paginas aprendí cómo atrapar un mono. Nunca se sabe. Introdujeron algo brillante en un jarrón de cuello estrecho y allí quedó el animal preso por esa codicia que le impedía abrir su mano para soltar la bagatela. Los simios seremos siempre capturados mediante baratijas y otras intrascendencias como el sexo o el poder. Me quedo con cualquiera de las dos. Sin embargo, para un buen número de mis semejantes, el conocimiento del futuro prevalece sobre todos los demás oropeles. Padecemos conciencia de tiempo, incluso su angustia. Constaten el agobio que provoca el lento paso de los segundos en la cola de un servicio cuando la necesidad ya se escapa por su esfínter. El éxito de las novelas o películas que abordan los asuntos ultraterrenos se basa en que responden sobre un más allá que, la verdad, visto lo visto, es un asco de sitio repleto de zombis y putrefacciones. En la última peli de Jim Jarmush -que recomiendo- incluso Iggy Pop sale de un sepulcro. A mí, al menos, se me quitaron las ganas de morirme. Decidiré en su momento lo que hago pero no soportaría, por ejemplo, comer sushi con las manos llenas de barro. En ese abismo de espíritus sólo queda gente fea. Excepto “Vampirella”, a la que también leía y despertó en mí una sexualidad desaforada y, en este caso sí, digna de una muerte sanguinolenta entre aquellos pechísimos. Ahora los nigromantes de los cíber-mundos han lanzado una aplicación que muestra el aspecto que uno tendrá de viejo. A quienes conocemos el Capitán Trueno o vimos a Fantomas en el cine de verano, ya sabemos cómo nos vemos cada mañana ante el espejo. Sin embargo, el invento ha sido una trampa con la que estos modernos demonios pretenden adueñarse del alma de todas esas y esos usuarios que atraídos por esa ventana hacia los días venideros no han podido esquivar su cántico de sirena.

Las demás compañías tecnológicas que ya disponen de nuestros secretos han dado la voz de alarma. Un exceso paquetes de información corre el riesgo de depreciación en el mercado donde comercien con tales mercancías. Ya digo, un viejo truco para trincar monos y demás parientes. En aquellos años del TBO, andaba por mi barrio un señor mayor que acudía al mercado provisto de un reloj falso al que sujetaba con un pañuelo para no restarle brillo. Andaba con un bastón y movía cada mañana la pretendida joya frente a los ojos de los viandantes. Los foráneos se quedaban hablando sobre el precio de aquella apariencia. El hombre cultivaba el feo vicio de almorzar cada día. Ahora, mediante semejantes añagazas, empresas multimillonarias acopian nuestros chismes para ir distribuyéndolos por ahí. Lo mismo que hacían ciertas vecinas mías, pero por vicio, de gratis. No creo que mis circunstancias interesen. Además de mi firme decisión de no morirme, puedo jurar con igual solvencia que ni me compraré un yate, ni un palacete en los próximos 1000 años, dadas las cantidades que ahorro cada mes. Ni adquiero vinos exclusivos por pudor, ni me he aficionado a los coches de alta gama, por suerte. Sin embargo, conozco a quien ha desactivado todos los localizadores del móvil y borra, cual fugitivo, su huella por Internet. No anda más de cien metros alrededor de su casa pero alberga la fantasía de que su existencia llama la atención de esa especie de ser supremo que después de contar, por ejemplo, todas las veces que los chinos hayan dicho la palabra “tomate”, desvía varios millones de latas de tal producto hacia aquellas tierras donde parece que estén deseosos de macarrones napolitana, mientras en la India han aumentado las menciones al cazón en adobo, lo que provocaría el inmediato aumento del precio del vinagre. Ni se mueran, ni se desvelen por un futuro al que jamás alcanzarán, ni por ese pomposo “Big Data” cuyos análisis funcionan tan mal que aún no se han percatado de mi anhelo por que me toque la lotería, imaginen lo de los chinos y el tomate.

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