El caso de Camilo ha vuelto a los titulares. Ahora la fiscalía en Madrid pide 18 meses de cárcel por aquellos Tweets que difundió durante el rescate del pequeño caído en un pozo. Como recuerdan, por desgracia, aquel accidente finalizó con la muerte del chico, hecho que concentró aún más el foco sobre los textos de Camilo. Mi madre lloró frente al televisor cada jornada. Esos medios, a quienes ninguna podredumbre humana es ajena, alzaron la carpa y manipularon el dolor como juegos malabares. Habilitaron incluso una doble pantalla para que durante cualquier programa se viera la excavadora, los paseos de los padres del niño o una mínima incidencia en el área de operaciones. Un suceso tan luctuoso curva un anzuelo para la audiencia que, una vez enganchada, multiplica los ingresos publicitarios presentes y futuros. Agotado el número principal de aquel espectáculo tocaba el momento de linchar al bufón y así fue. No uso Tweeter. Me parece un pitidito que corretea por los móviles y donde poco razonamiento cabe. Conozco todos los redactados por Camilo gracias a esos mismos medios que retransmitirían, sin ninguna duda, su ejecución sobre una silla eléctrica, patrocinada por alguna de las compañías del sector energético, situada delante de ese panel donde no faltarían marcas de excavadoras, la firma del bufete de abogados que rescata hipotecas y el logo de la ropa deportiva con la que Camilo asistiría a su paso hacia ese infierno al que personas piadosas y éticas lo están enviando cada vez que reaparece este asunto. Así es la vida. Cárcel para quien representó una bufonada que pusiera de relieve aquel repugnante espectáculo que, amparado en el derecho a la información, ni siquiera respetaba la intimidad y el suplicio, ya perpetuo, de unos padres. Una lluvia de millones de euros para los jefes de pista de esas cadenas con audiencias masivas que no permitieron que una tajada de basura tan suculenta se les fuera de las fauces. Podrían haber realizado una donación para esa familia que tantos beneficios les procuró con un infortunio tan cruel.
Soy amigo de Camilo. Ambos comenzamos en La Opinión de Málaga. Su primer director, Joaquín Marín, lo llamaba la gran esperanza blanca. El dardo de su ironía correteaba certero entre las líneas que conformaban su columna. Su estilo evolucionó hacia el lado punk de la vida. Un artículo sobre las minifaldas y el verano le granjeó protestas encendidas de ya no recuerdo qué organismo feminista. Respondió con otro titulado “A favor del burka”, de igual tono provocativo. El entonces director decidió prescindir de su firma. Sus nuevos textos no se adecuaban a nuestra línea editorial aunque habrían figurado en una página destacada en “El jueves”, “Charlie Hebdo”, “El Víbora” e, incluso, en aquella “La codorniz” de la transición. Una buena parte de su prosa, relatos incluidos, siempre buceó en la transgresión, en la cara agreste del devenir diario, como método para destacar los vicios de una sociedad tan noble en sus apariencias. Así hacían Plauto, Quevedo o François Villon, cuyos cánticos contra la iglesia y los señores lo condujeron a la horca. El rey y la aristocracia de sotana permanecieron corruptos e indemnes durante muchos siglos. Nadie lee a Quevedo, su obra estaría ya ante los tribunales denunciada por una ONG. Al igual que el maestro manchego, Camilo extrema el significado de los términos. La producción de un creador puede ser ignorada si disgusta. Aquí nos encontramos con un deseo de venganza tal como el que llevó a los terroristas a matar a los redactores del “Charlie Hebdo” cuando publicaron una caricatura de Mahoma. En esta función circense asistimos ahora al número de equilibrismo de un aparato judicial que tiene que considerar si una actitud artística, contracultural, transgresora, puede ser no sólo censurada sino, además, condenada. Definiremos, pues, arte como aquella producción socialmente aceptable y digna de ser retransmitida por alguna de esas cadenas de televisión que se lucran con la miseria. La única verdad es el dolor de los padres, el resto es hipocresía y espectáculo.
Me ha gustado mucho.