Los artículos se repiten en sus temas porque el universo gira y gira. Todo da vueltas en una especie de ir hacia ningún sitio. Gira la Tierra, los planetas por la gravedad del Sol y éste alrededor de una galaxia móvil. Como criaturas montadas en este carrusel desde millones de años previos a aquel día en que nuestros padres cruzaron la primera sonrisa, lo que en caso de algunas parejas es inimaginable, no podemos evitar una cierta tendencia hacia la monotonía y a la abulia, quizás provocada por el mareo. Por momentos encarnamos a aquellos personajes de Borges que, por inmortales, confluían hastiados en un mismo punto del desierto tras un errabundo arrastrar de pies. Regresamos a la casilla de las dietas, ahora, bajo la obsesión de la salud y longevidad más que aquella estética que antes presidía todos los afanes alimenticios. Mi amigo el nutricionista, biólogo y persona sensata, doctor Javier Morallón, el otro día me fastidió mi querencia por las patatas fritas. Pretendió hacerlo, mejor dicho. Con este cuerpo que dios me ha dado no tengo que preocuparme por casi nada de lo que ingiero. Todo me engorda. Como defensa psicológica hace años que adopté la postura de Buda sobre el suelo; en el sofá ya se sienta mi perro que me muerde cada vez que le quito el sitio. Todas estas circunstancias me empujan hacia un escepticismo inapelable. Con muy buena voluntad, y mientras forcejeaba con él para que me devolviera el bote de mahonesa, me explicaba que esa adicción mía a las patatas fritas me conduciría a la tumba. Encontré un argumento demoledor y contradictorio para sus tesis. Igual que un espadachín le espeté que, en todo caso, me llevaría al hospital por quemaduras en la lengua. No supo qué decir y como buen científico me arrojó el ketchup sobre la camisa. Aderecé algunas patatas camino de mi boca.
Según épocas, y puede que determinado nuestro discurrir por la condición giróvaga de este acuario donde aleteamos, los humanos nos imbuimos de mayores o menores ansias de eternidad para seguir dando vueltas como peonza desnortada. Si hace pocas décadas, por ejemplo, la virilidad se cifraba en ciertas marcas de tabaco para domadores de caballos, mientras la esencia femenina se cuadraba en desodorantes basados en un bamboleo de limones del Caribe, hoy ambos géneros, y todos los demás, han hallado una confluencia en los adjetivos light y healthy, esto es, ligero y saludable, modernos Tigris y Eufrates fronteras del paraíso terrenal. Ya no queda bien en pantalla una chica pinchando un chorizo o una tortilla de patatas de aquellas que sacaron las familias españolas hacia adelante durante siglos y casi a diario. Ahora resulta grotesco cualquier modelo masculino ante un cerdito asado. Las dietas dibujan el mismo trampantojo que la cosmética anti-edad, esa que cada vez ahonda más en tecnicismos y ácidos nunca oídos y efectos ignotos para conseguir un prestigio de palabrería fina que luego cada amanecer le resta ante el espejo del usuario. Que me perdonen mi querido Javier y sus estadísticas, pero el diablo me susurra maldades al oído que si bien no nos hacen más longevos, logran una estancia más divertida sobre esta noria imperturbable y ajena a nuestros afanes. Ya estuve en velatorios de personas deportistas y sanas según parámetros socialmente aceptados. Las ratas sobreviven a los purasangre. La buena dieta, en su sentido etimológico griego, significa un estilo de vida. Yo la querría semejante a esa que decían que practicaba la reina madre de Inglaterra con sus ginebras y ocio. Una serie de elementos acortan la existencia más que la alimentación. Con ese desayuno a base de frutas y cereales, uno debería de revisar la agenda y mandar a hacer puñetas a cuanto ser tóxico halle pegado a las costuras, una carga negativa tan letal como el colesterol o la tensión alta. Con eso y un buen puñado de amigos con los que reír y abusar de todo aquello que nos prohíba el médico, incluso sin preservativo, creo que será suficiente hasta esa última vuelta en que nos expulsen de esta feria con o sin patatas.