Unos físicos rusos han publicado un informe que ha sido tachado como erróneo por un buen número de especialistas. Habían conseguido enviar un electrón al pasado. Por desgracia parece que no pudo ser así. No es que yo no quiera explicarles en estas líneas los porqués de tales fallos, es que no tengo ni idea de física más allá de lo que una foca adulta pueda saber de esta ciencia. Y si me lo planteo, nunca me atrevería a opositar contra una foca adulta por una plaza de profesor de física, una disciplina que considero próxima a la teología y sus dogmas de fe. Hay asertos que me encantaría comprender para mi propia tranquilidad. Por ejemplo, cuando me miro al espejo temo que cualquier día rompa el continuo espacio tiempo tan curvado por mi masa corporal. Bueno, ahí están las focas en la playa discutiendo en su lengua autonómica sobre las teorías de Einstein y no sucede nada; confío en que el continuo espacio tiempo esté bien trenzado y no se quiebre bajo mis pies. Por si acaso voy a incluirlo en el seguro del hogar y en el de vida, aunque ya varias compañías se hayan negado a ello. No soy el único ignorante en estos saberes, tal como puedo constatar en esas oficinas de seguros que me echan a la calle de modo colérico. Quizás sea por esa falta de erudición científica por lo que siento una gran exaltación cuando leo en los titulares del periódico algún avance como el antes aludido. Si un electrón viajó al pasado, algún día podremos hacerlo nosotros. Previendo tal posibilidad he cargado al tope mi tarjeta de multitransporte urbano. Yo soy así, creo en la ciencia a ciegas y en los progresos que nos puede traer el ímpetu del hombre. Fíjense cómo los nervios del ludópata conde de Sándwich por querer comer sin abandonar esa mesa de juego en la que pasaba más de 24 horas, lo condujo a uno de los inventos más trascendentes para la humanidad, sobre todo, cuando la humanidad tiene hambre durante cualquier paseo por el campo para comprobar si las manzanas caen al suelo o no. A mí no me consta. Ni siquiera he visto un manzano, pero la fe, es la fe y no es fácil contradecir a Newton. Hablaba en inglés y, sabemos que no es fácil su dominio.
El caso es que me ilusioné con ese posible viaje al pasado. Podría arreglar cuentas con la historia, pero no con la historia en mayúsculas, nada de avisar a César de la conjura, de ofrecer un abriguito a Lady Godiva, o de decirle al escultor de la Venus de Milo que le pusiera brazos cubiertos por sendos guantes negros a lo Rita Hayworth. No. No deseo alterar el decurso histórico. Como a Unamuno me interesa mucho más la intrahistoria, las vivencias de las personas en su día a día, sus dificultades, sus penas. La grandeza es cosa de prohombres y tengo alergia al sonido de esa palabra que sólo puede ser pronunciada correctamente en el idioma de las focas, por eso me niego a ser prohombre. Iría al pasado para encontrarme conmigo mismo. Pero con mucha precaución. Era un joven rebelde y si me acerco y me digo que soy yo, seguro que me pego varias patadas en la entrepierna y salgo corriendo de mí mismo. He revisado las ecuaciones de la teoría de la Relatividad, ayudado por un diccionario egipcio y por un manual de autoayuda y otro de hágalo usted mismo. Nada. El viejo Albert no me tuvo en cuenta durante sus elucubraciones y no habla de mí, pero hay hechos en mi pasado de los que no me siento orgulloso y me encantaría poder meter esa marcha atrás, pisar el acelerador hasta el fondo y, sobre todo, haber aprendido a conducir. Creo que sería capaz de convencerme de que yo era yo, pero en calvo, gordo y añoso. No soy la imagen que yo creí que tendría pero es la que tengo. Una vez que me hubiera ganado mi confianza, y sólo cuando hubiera quitado de en medio aquella navaja que solía llevar en el bolsillo y las piedras que hubiera alrededor, entonces tendría una charla sincera conmigo que solucionaría esos lastres que a uno le persiguen el resto de su existencia. Por ejemplo, me rogaría que hiciera desaparecer aquella camisa de cuello de pico con la que aparezco en la foto de comunión de mi prima. Un ridículo del pasado, que estropea el futuro.