Platón materializó esa idea de que la naturaleza tangible de los seres vivos, incluso de las cosas, no es más que un habitáculo para la parte importante del asunto, esto es, el espíritu que acapara ese prestigio de lo invisible y que tanto poder otorgó a quienes supieron convertirse en visionarios de aquello que no podía ser vislumbrado más que por los elegidos para la fama y la gloria, como quienes son invitados a los tapeos tras las inauguraciones artísticas oficiales. A partir de aquel griego, por una vía u otra, las religiones y el pensamiento occidental segmentaron cuerpo y alma como dos incompatibilidades obligadas a soportarse mientras la muerte no los separara, como cualquier matrimonio antiguo. El desprecio por el cuerpo y unas ganas de mortificarlo dignas del diván de Freud, o de la Asociación Sado-Maso, aparecieron ya con los primeros santones místicos del cristianismo, herederos de los judíos y predecesores de los musulmanes. Todos entran en este mismo saco del sacrificio corporal con sus variantes. Una buena parte de aquellos santos padres, y fíjense cómo los titulamos, se aisló en el desierto por ver si encontraba el rostro de dios que, según se ve, padece de inseguridad y no se arriesga a manifestarse en espacios concurridos. Alguno que otro se subió a una columna y allí pasó bastantes años hasta que el repartidor de pizzas amenazó con no volver más si el santón seguía quejándose por lo fría que llegaba siempre la comida, al tiempo que la bebida se había calentado en el camino. Cosas del desierto. En otros casos, dado el exceso de tiempo libre que genera la contemplación de lo divino, uno de esos oficios en los que eres tu jefe, al menos tu encargado, y te marcas la jornada laboral, pues se les fue la mano con los psicotrópicos de modo voluntario o sin querer, una explicación sencilla, por ejemplo, para aquellas visiones de San Antonio Abad, sin duda, resultado de alguna inconveniente relación con un camello o dromedario que no era fiable, o por haber minusvalorado el moho del pan de centeno, lo que dado el hambre que pasaban estas criaturas por mor del sacrificio, tampoco hubiera sido tan extraño.
También en los orígenes del cristianismo, cuando la extensión de su doctrina era una amalgama de conceptos difusos, hasta contradictorios, surgieron grupos que propugnaban la entrega del cuerpo a cuantos placeres demandara y, por supuesto, el bolsillo pudiera pagar. La diferencia entre intentar suicidarse mediante un abotargamiento de jamón 5J acompañado por varios litros de tintos de primera, o mediante un modesto chopped al que se pueden añadir mantecados de la última navidad y algún refresco gasificado. Cuando las diferentes iglesias fueron organizadas bajo el método cuartelero del emperador Constantino, aquellos indicios de alegrías finalizaron por toque de queda. El cuerpo volvió a ser declarado elemento deleznable y perturbador de un espíritu que se pasaba el día cual señora que se zafa del marido borracho que intenta meterle mano. La vida fue concebida como una cuaresma sólo interrumpida por unas breves notas de carnaval. La castidad se hizo rimar con la santidad y regresó con ímpetu todo tipo de penitencia, como aquella de no bañarse nunca, que ocasionaba un doble quebranto, el propio y el provocado a quien se acercara a menos de tres metros. Pero claro, el cuerpo es el cuerpo y reclama sus dominios como el mar sus playas cuando sube la marea. Un místico no deja de segregar sustancias corporales, desde el cerumen hasta el semen, por más que se dedique al espíritu que, encima es intangible y, por tanto, proclive a permitir la irrupción de lo sensorial y sus distracciones, como el calendario Pirelli. El semen, por ejemplo, nubla las conexiones neuronales del mamífero macho a partir de unas horas en que no ha sido expulsado por un método o por un autométodo. Este fenómeno tan previsible condujo a más de un anacoreta a organizar orgías, y vender entradas, con ovicápridos o con melones, o con ambos a la vez. Imaginen un tipo solo en lo alto del monte en una cueva a la espera de una revelación angelical. Yo entrego a mi cuerpo lo que me pida. Mi espíritu calla por exasperación. Mi cuerpo a veces me pide que salga a correr y entonces me acuesto. No crean que le tolero tantos caprichos.