Lamento mucho tener una concepción de la vida que yo llamaría aristocrática. La peor que se puede desarrollar cuando ni te arropan los títulos, ni el capital necesario, ni un apellido de esos que lucen sobre la invitación a cualquier fiesta de nuevo rico, donde suele correr champaña de marcas prestigiosas y unos canapés por los que merece la pena empujar y ser empujado, así como en tumulto silencioso en torno a una bandeja. Según mis directrices íntimas, no menosprecio a nadie por su baja cuna o por ausencia de esa sangre azul que jamás vi brotar tras un buen puñetazo. Mi manía elitista es mucho peor y dañina sólo para mí. Me repelen los actos o situaciones que se encuentren al alcance de un número significativo de humanos. Cuando iba a la playa de pequeño, finales de los años sesenta, aún era posible encontrar rebalajes despejados donde la familia más cercana alzaba su particular chiringuito a cincuenta metros del nuestro. Entre ambas sólo mediaba un rumor de olas y correr de chiquillos. Yo no sabía aún que era un niño de barrio con veleidades elitistas. Ahora llevo años sin pisar una playa o, por ser sincero, acudo cuando el sol ya casi se oculta y las arenas están solas, lo que ha ocasionado incidentes desafortunados, como aquel en que unos buceadores estuvieron a punto de arponearme cuando me confundieron con un manatí hembra. Uno de ellos incluso me ofreció un puñado de algas para que me calmase. Les sorprendía que un mamífero de tal talla supiera insultar en un castellano tan fluido y variado en términos. Soporto un exilio interior. Me pierdo ferias, manifestaciones, rebajas, carreras, y más cuando son populares, y todo tipo de evento donde no disponga de un metro cuadrado alrededor de mí, junto con una cierta dignidad en el acto, lo que me incapacita, según mis parámetros de exigencia, para ese estilo de vuelo moderno que se camufla bajo el apelativo inglés de “low cost”. Sólo falta que los pasajeros vayan pedaleando para ahorrar el combustible.
Una compañía aérea se equivocó, o reconoció ese porte dandi que me caracteriza, y me alojó en primera clase para un viaje de ocho horas. Inocularon el veneno del lujo aéreo en mi mente tan sensible a esas bagatelas. Las azafatas me parecían más sonrientes que las de clase turista, y tan amables que les demostré cuánto ron puede beber un pasajero si te lo ofrecen gratis. No todo funciona como es debido; de hecho, no acudieron a mis llamadas durante la última hora. Sin embargo, aquellos momentos me hicieron imaginar las emociones que debieron sentir los usuarios de esos aviones cuyo interior descubre uno en revistas de aquellas que aún hablaban de estuardesas en lugar de azafatas y que transmiten desde cualquier gesto ese glamour ahora tan perdido. Yo, confieso, también he viajado en vuelos de bajo coste; en el propio pecado sufrí la penitencia. Cuando se abre la llamada para el vuelo se inician unas relaciones entre pasajeros y personal que podríamos calificar como ganaderas. Con esos métodos de embarque que empujan a los clientes por la intemperie de las pistas de aterrizaje eché en falta algún cabrero que nos condujera a base de pedradas hacia el avión. Pero como en el bajo coste prima el ahorro, las compañías no conceden a su pasaje ni las diversiones del rebaño. Una vez dentro de la nave, contemplé el milagro físico de la compresión del espacio. No sólo no quepo en el asiento ni a lo ancho ni a lo largo, sino que en caso de accidente me habían asignado el incómodo papel de víctima mortal; dadas mis dimensiones de manatí no quepo por las puertas de emergencia, ni nadie podría saltar por encima de mí. Cuando publicaron aquella broma de que una compañía aérea propuso vuelos donde instalarían barras como en los autobuses, todo el mundo creyó ese siguiente paso inevitable en esta carrera hacia la vulgaridad y la ausencia de estilo. Como las golondrinas de Bécquer aquellos vuelos tan plagados de atenciones y decoro, aquellos no volverán. Y si regresaran tampoco tendría dinero para pagarlos. A pesar de mis sueños de altura estoy condenado a una existencia low cost.