La muerte tenía un precio

4 Feb

Cada quien sitúa el paraíso donde le permiten esos múltiples complementos circunstanciales que parcelan su existencia. El mío quedó fijado en mi niñez antequerana, un tiempo mítico para mí, del que mi memoria eliminó calores, fríos y cualquier descalabro. Quedan secuencias de una película personal e intransferible en la que no sé dónde finaliza el documental y dónde continúa la ficción. Las cosas son como se recuerdan, explicaba Valle Inclán. Aquel día, por ejemplo, me vi en el interior de una carpintería funeraria contemplando la fabricación de un ataúd. Tendría yo unos siete años. El único operario, al que no sé si calificar como artesano, claveteaba los tablones con parsimonia. Compuesta la caja, volcó un relleno de virutas y lo forró con plástico gris para que diera aspecto de cama con su almohada y todo. Aquel cajón era de color rojo envejecido. El hombre nos explicó que lo fabricaba para las “Hermanitas de los Pobres”, las monjas que repartían caridad en una tierra donde no existían los servicios sociales. Recuerdo que salimos para jugar a la pelota mientras lo permitiera el sol de una mañana cualquiera en un sur tórrido de agosto. No me quedó ninguna consideración mística de aquella experiencia. Al menos, nunca fui consciente de ello. Si me pongo a darle muchas vueltas, puede que me percatara de que la muerte no iguala a todos, lo que contradice las alegorías expuestas en los retablos y cuadros barrocos que adornan casi todas las iglesias de mi pueblo. Hasta en esos últimos detalles hay clases, donde existen clases alguien tiene el dinero, y cuando este hecho se produce, tal como demuestra la historia tan cutre de la humanidad, siempre aparecerá otro alguien dispuesto a quitárselo. Esto ha sido lo que sucedió en Valladolid donde una funeraria traficaba con la calidad de los ataúdes en los que su clientela navegaba hacia el más allá definitivo dentro del horno crematorio, como trasunto actualizado de los jefes vikingos, al menos, según la estética imperante de Hollywood.

No podía imaginar que existiesen ataúdes de 4000 euros. Desde pequeño supe que había un apartado de limosna para esos últimos pertrechos, destinados a ser tan desperdicios de los días como sus ocupantes. Si me pongo a considerar dónde y cómo poner el punto y final a esta comedieta donde ni me tocó ser rico, ni tampoco pobre, constato que me preocupan más el lugar y el modo. Por ejemplo, un infarto inapelable al final de una orgía, con una copa de champaña en la mano a la vez que me abrazan dos mulatas espectaculares dentro del jacuzzi, sé que se podrá calificar como decadente e, incluso, como hetero-patriarcal y anti independentista, pero ya dije que cada uno sitúa sus paraísos donde le aconsejan sus luces. El paso por las aguas de Caronte me trae sin cuidado. Por compensar tanto vicio expresado en las líneas anteriores, indicaré que no me importaría que me llevasen al crematorio, por ejemplo, en la caja usada de un frigorífico. Vean qué ecológico y cuántas trazas de humildad se intuyen en un prójimo que va a enfrentarse con los grandes misterios dentro un armazón tan elemental a la par que sencillo. Un batín por aquello de ocultar vergüenzas, sobre todo, si el coche fúnebre lo transporta a uno desde un burdel más o menos notable. El vehículo también se puede sustituir por uno de esos furgones municipales para recogida de muebles abandonados. Respecto a las flores, me gustan más vivas y en el campo. Ruego que alguien avise al controlador del horno que se aparte, no vaya a ser que todo el alcohol ingerido durante décadas provoque deflagración. Uno debe encaminarse sin ruido hacia el otro barrio. El sistema capitalista de conducirse por la vida es tan preciso que hasta ha demostrado que también la muerte tiene un precio. Aparecerán promotores que se dediquen a la venta de parcelas en el más allá y, en connivencia con los ayuntamientos, otorguen permisos de construcción previo pago de impuestos. Nuestra especie muestra un aspecto colectivo tan deplorable que ni los marcianos nos visitan.

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