Creo que conduje casi todos los días durante más de treinta años y de todo se cansa uno. Siete coches en mi currículum, junto con el hastío que me provocaba el tráfico por la ciudad, en cada atasco, con cada factura del taller, tras cada prima del seguro, me convencieron para que vendiera el coche y me lanzara hacia las aceras, para mí ya tan extrañas. Si no recuerdo mal, era en “Makbara”, novela de Juan Goytisolo, donde aparecía una alucinada descripción del humano futuro con sus piernas válidas sólo para los pedales del coche. Aquel párrafo me horrorizó cuando joven idealista, luego tuve que acoplarme a esa existencia mía que entregaba su impuesto de horas a los giros de un volante. Aparqué mi carné de conducir en algún cajón de la casa. Me fío muy poco de mis ocurrencias. Con el tiempo he aprendido a perdonarme mis decisiones erróneas y a absolverme de casi todos mis pecados a la mañana siguiente de cuando fueron cometidos. Aquella renuncia al asfalto fue uno de los mejores consejos que me haya dado. Suelo ser mi asesor más inútil, sin embargo me adapté a mi condición pedestre. Disfruto las caminatas de madrugada hasta el metro. Los meses en que puedo montar en bicicleta suelen ser fructíferos surtidores de ideas que se transforman luego en poemas o relatos, absorbidos desde el fondo de la sima subconsciente mediante la cadencia del pedaleo. Uso el tren de cercanías y el de lejanías, y combino los autobuses con los patines eléctricos de alquiler. Dependo de la variedad, eficacia y versatilidad del transporte público para mi vida como trabajador, y todavía más para mi convulsa vida social. Mi voluntad me ha convertido en un usuario obligatorio tanto de los taxis, como de los llamados VTC, según se tercie la coyuntura de cada momento. También utilizo mis piernas a las que echaba de menos, sin que me hubiera percatado de su presencia hasta las primeras agujetas. Soy un paseante.
En todo el conflicto del taxi contra las compañías VTC no he oído hablar de la clientela. Aporto más de cien euros mensuales al bolsillo del gremio. Esa cantidad permite exponer quejas y sugerencias, por ejemplo, en cualquier restaurante. No voy a entrar en esa bronca, pero sí considero que es necesario el desarrollo de una visión crítica y constructiva sobre ciertos aspectos de este engranaje urbano que afectan a la ciudadanía. A pesar de una palpable voluntad por parte de las y los taxistas de modernizar su negocio, aún quedan ejemplos de un servicio más cercano al siglo XIX que al XXI. Existen aplicaciones que permiten solicitar un taxi mediante el ordenador, la tableta o el teléfono móvil e, incluso, que el viaje sea abonado desde el propio programa. Sin embargo, cuando las uso, a veces nadie responde a mi demanda porque aún es reducido el número de conductores agrupados en esas empresas de contacto. No pienso ponerme en la cola de un servicio telefónico que puede ser desesperante durante una urgencia, y me niego a pelarme en una esquina por si yo lo vi primero. No estamos ya en esos tiempos. Las aplicaciones VTC me indican, una vez solicitado el servicio, por dónde circula el vehículo mientras me dispongo a salir, una característica utilísima. En los taxis ni siquiera he podido pagar con tarjeta en múltiples ocasiones. No conozco un aparato de peor calidad ni con tan pésimas baterías como los terminales bancarios de los taxis que, en apariencia al menos, tanto se asemejan a los de otros comercios. He subido a taxis tecnificados en los que, además, la o el taxista muestra todas las consideraciones hacia el pasajero. En otros casos siento que he entrado en la casa del conductor, donde no soy nadie. Que no se molesten mis amigos taxistas, pero se trata de un sector laboral al que aún le queda un largo camino de adaptación a los tiempos y tecnologías presentes. Bloquear a la competencia mediante huelgas será siempre menos efectivo que superarla mediante la calidad. Quizás eso exija un profundo cambio de la concepción del individualismo, del negocio y hasta de las y los pasajeros.