Unos científicos alemanes han hecho realidad aquel relato de E. Allan Poe en el que hipnotizaban a un moribundo segundos antes de su fallecimiento. Aquellos personajes sondearon, así, los laberintos de la muerte para descubrir como moraleja que al final la Parca siempre gana, igual que los bancos y casinos durante el periplo terreno de los humanos. Nuestros estudiosos actuales han descubierto, sin que yo pueda explicar el asunto, que la conciencia permanece activa hasta cinco minutos después de que el cuerpo esté muerto. Luego las neuronas se vuelven hiperactivas y se quedan totalmente en silencio de golpe. El sentido de esta investigación pretende iluminar a los médicos sobre el tiempo del que disponen para reanimar a un paciente. A mí, sin embargo, me sume en un profundo agobio existencial de consecuencias imprevisibles para el ánimo cuando me tenga que enfrentar ante el desenlace de todos los nudos. Por desgracia soy ateo. Cuando Unamuno se dio cuenta de que no podía creer en Dios ni en una realidad ultraterrena, pasó la noche llorando con amargura. El maestro de lenguas muertas comprendió que ir por la vida sin una idea de más allá, esto es, con fecha de caducidad como un yogur incapaz de leer su tapa, significa una situación amarga incluso para un tipo de Bilbao como él. Es mucho más fácil el conducirse bajo unas reglas dadas por un ser supremo y esperar que cuando las neuronas corten la fiesta uno se encuentre con los seres queridos y hasta con los acreedores que ya habían abandonado esta dimensión y nos habían dejado tranquilos durante algún tiempo. ¿Ven ustedes? Ahí el ateo tiene la ventaja de que nadie le podrá exigir sus deudas en el más allá. Sin embargo, como no se realizan convenciones de ateos, ni existen doctrinales, no sé cómo piensan mis correligionarios, salvo algún trazo que, de vez en cuando, alguien deja por esos renglones que dicen que Dios también escribe, pero en torcido y, la verdad, con un nivel bastante obtuso de intelección por exceso de retórica.
Dentro de mi ateísmo, tan particular como el patio de casa en la canción infantil, no creo en el cielo pero sí en el infierno. Con toda modestia escribo que mi intuición se adelantó a la de los científicos alemanes y sin muchas precisiones, ni datos aportados por conectores y cables, hace años que me convencí de que, salvo un balazo en la nuca o que te aplasten la cabeza con una apisonadora, deben quedar unos instantes de conciencia al cerebro incluso cuando el corazón ya esté parado. Y ahí se abren las puertas del infierno si uno considera que ha desperdiciado su vida o que se ha conducido como un gilipollas durante los años de su existencia. Perdonen la expresión. Hay vidas que dan pena contempladas desde el exterior, y hasta las hay que provocan vergüenza ajena. Le tengo mucho miedo al infierno. A mi infierno. Como todos los humanos, al menos los humanos de los que me fío, he cometido estupideces e, incluso, he jugado con imprudencia contra la voluntad del destino al que tengo que agradecer que sólo me haya enseñado los dientes en algunas ocasiones. Como le conté a mi amigo el escritor y pianista Javier Puche, yo también tuve mi etapa de lecturas de Ciorán y otros autores depresivistas, como Thomas Bernhard. Los jóvenes como Javier son los nuevos ricos del tiempo. Cuando se hacen conscientes de que, a priori, poseen una inmensa fortuna de días por delante, se permiten gastarlos a lo loco y en sinsentidos como en el cultivo de una tristeza perpetua, o un permanente dolor de los pecados. Cuando uno se da cuenta de lo pronto que gastó una amplia parte del saldo de décadas concedido, aparece el pánico a los números rojos de la muerte de la que ahora sabemos que es un punto y coma, previo al final. Algo tarde, he aprendido a desechar la pena y a otorgarme la absolución después de cada noche en que me confieso que he pecado, casi siempre por el ansia de alargar la noctambulia como símbolo de vida. Justo antes de morir aparecerá el infierno descrito por los científicos alemanes. Perdonen que no me levante entonces y les cuente cómo me ha ido.