En el libro del Éxodo, no me pidan exactitud porque no me voy a poner a indagar ahora, se narra un episodio en el que los portadores del arca de la alianza tropezaron; uno de aquellos caminantes hebreos en busca de la tierra prometida por su dios apoyó el arca con sus manos para que no cayera al suelo. Jehová lo destruyó. Aquel hombre no confiaba en su poder. Nadie tiene que defender a dios porque ya se defiende solito como testimonian aquellos versículos. Palabra de dios. La humanidad debe una inmensa cantidad de sufrimiento a la idea de dios y a la del honor. Por uno y otro concepto, con frecuencia de la mano, los padres han lapidado y quemado hijas, el vecino crucificó a su hermano y millones de madres han entregado a su prole en los brazos de una muerte entre trincheras o junto a murallas. Peor que dios son quienes se erigen en sus voceros, suelen albergar poca piedad con las criaturas del creador. El caso es que ya no estamos en aquellos años de inquisiciones y hogueras, que en España duraron hasta principios del siglo XIX aunque ya sin sangre, pero aún contemplamos los sentimientos religiosos llevados a los tribunales, la religión dentro de las escuelas públicas y los militares en las procesiones lo que, y no se me ofendan, tiene tanto sentido como un nazareno en paracaídas junto a los legionarios. Las tradiciones tienen su sentido, pero no pueden ser convertidas en una ilusión de lo permanente, como dijo Woody Allen; deben ser revisadas a la luz que coloree cada época y esto es aplicable tanto a cristianos, a musulmanes, o a cualquier otra religión que ancle sus hábitos en el pasado. El gran avance de Europa se produjo cuando en el siglo XVIII los estados comenzaron a desligarse de la iglesia. Una de las grandes lacras de la sociedad española ha sido la iglesia católica, apostólica, romana que con algunos de sus múltiples brazos bendijo y promovió las guerras carlistas, el independentismo vasco a partir de la desamortización de Mendizábal, la guerra civil como cruzada y ahora vemos que parte de su clero defiende el supremacismo catalán y la quiebra de la sociedad española, que no es sino el deseo de los ricos de separarse de sus pobres, muy cristiano todo.
Guardo y profeso un absoluto respeto por las creencias de cada cual, pero como sociedad no podemos albergar aún códigos legales donde se aborden como un delito las posibles faltas de respeto a un dios que, como ser supremo, debería dirimir él desde sus alturas mediante un rayo a lo Zeus, o mediante un meteorito caído sobre la cabeza del hereje. El hacer una pública demostración de pobre inteligencia verbalizando la defecación sobre un dios o una diosa, constituye un acto más digno de lástima o de un vale para el psiquiatra, que de una vista judicial con su aparataje policíaco y todo. Si a mi casa viene un musulmán, un judío, un evangélico o un católico, aspecto privado que nunca pregunté a nadie, no se me ocurrirá menoscabar el respeto que le debo a toda persona por simple educación, lo que no está reñido con la crítica que pueda realizar a hábitos o creencias que vulneren los derechos de las personas. Pero las faltas de educación no pueden ser constitutivas de delito, ni la gilipollez, perdonen, motivo para ser ingresado en un calabozo, por muy desagradable que sea el personaje que profiera las blasfemias contra Yahvé, Cristo, Mahoma, Buda, Júpiter o Ra, que la lista es larga y todos son el dios verdadero para sus propios creyentes. Caminamos hacia una sociedad multirracial, multicultural y multilingüística en la que el Estado tiene que permanecer ajeno a toda religión y a toda creencia ultramundana; de otro modo, la convivencia se hará más compleja de lo que tendría que ser. Imaginemos una hipotética asociación de abogados judíos que denunciara al pobre Woody Allen por ofensas religiosas en España, los abogados musulmanes que pretendieran suprimir los jamones de la vista del público, o los abogados católicos que llevasen al juzgado a cada granadino que, tras pillarse el dedo con la puerta del coche, mencionase a la Virgen de modo poco decoroso. Un país pintado en una pandereta que no corta de una vez por todas las ataduras que lo esclavizan a la religión.