Borges planteaba en un relato que la inmortalidad desembocaría en la abulia. Sus personajes ya bebieron de todas las aguas y de todos los licores; los amigos murieron en épocas sucesivas y desapareció el interés por el encuentro de nuevos conocidos; incluso por salvar a cualquiera de ellos que hubiera caído a un pozo seco en mitad del desierto. Nuestra condición es efímera e ilusa como la de un surfista que sobre su tabla recorriese un río. Su óptica le conferiría la mentira del movimiento. La semana anterior cerró el Onda Pasadena. Pasa la vida, pasa la gloria y nada hay que perturbe este antipático correr de la edad ligera; cambia todo excepto la mala leche con que su dios la trajo al mundo. Yo conocí el Onda, allá por 1989, cuando me hice parroquiano de La época, bar regentado por José Antonio Garriga y José Antonio Mesa, y frecuentado por artistas y escritores. Allí se orquestaban instalaciones con las fotos de comunión de su clientela, se pergeñó la revista “Puente de Plata”, o se organizaba un partido de fútbol de los plásticos contra los letrados, en alusión a las aficiones de cada cual. En una de esas fotos, que sabrá el diablo por dónde andan, aparecía Dani, dueño del Onda cuando entonces eran locales distintos, el Onda y el Pasadena. La vida cultural malagueña cerca de 1990 transcurría ente el Cantor de Jazz, La época, El café teatro, el Onda, el Pasadena, Arribabar, Barsovia, Armenia, Casa Blanca y algunos chiringuitos más, absolutamente todos con clientela hasta altas horas de la noche, gracias a que sus cartas fundacionales se basaban en un ánimo de difusión y promoción de nuevas músicas, jazz, grupos en directo, lecturas o exposiciones. Esta peculiaridad hostelera, combinada con la galería de Alfredo Viñas, o la de Pedro Pizarro, el Centro Generación del 27 y el Colegio de Arquitectos, junto con otros tugurios, mantenían en aquella Málaga una actividad creadora de mayor proporción a la de hoy si comparamos los dineros invertidos, o el poder adquisitivo medio.
Casi toda la vida cultural ya está en manos de esas instituciones que nos guiarán por nuestro bien, doctrina grata para la cultura de consumo pero letal para la definición íntima de tal término, emparentado con el concepto de cultivo y más del auto-cultivo de una visión propia que, por necesidad, siempre tenderá a ir peleando a la contra, como habría dicho Bukowski; de otro modo, descubriríamos lo que ahora tenemos, esto es, lo de siempre. No escribo un discurso catastrofista en absoluto. El tiempo pasado no fue mejor. El devenir de la creación en Málaga jamás ha estado tan efervescente. El nivel de la joven poesía y prosa malagueñas, o el de sus artistas, actores y músicos es para sentirse orgulloso. Y aún existen héroes que luchan desde la iniciativa privada, como La Cochera, Los interventores, el Muro, Sergio G. Orbegozo, el Speak Easy o el reciente Culture Club, para que no se agoten esos imprescindibles recintos donde el divertirse, beber y ligar, que no es poca lucha contra el paso de los días, aparezcan además arropados por otra serie de inquietudes creativas que polaricen un punto de encuentro desde el que puedan brotar ideas, estéticas o proyectos, acaben en nada o en algo. El Onda Pasadena, del que cada quien puede contar muchas anécdotas, ha sido una víctima más de la dinámica en que nuestras autoridades han sumido a esta ciudad para que su centro quede en manos de grupos de inversión y franquicias más o menos evidentes. No es globalización, se llama uniformidad. Una nueva dictadura capitalista cubre con tintes de democracia todos los apartados de nuestra existencia. La nostalgia por aquellas aventuras mías en las escaleras del Onda Pasadena es inevitable. Me aterra el verme en un local semejante al de todos los sitios, vestido con el logo de moda propio de ese año bordado sobre el pecho, bebiendo el cóctel de la semana mientras contemplo a las niñas con las que ya no me acostaré, que bailan los sones principales de esa temporada. El tiempo huye y, si uno lo mira con calma, tampoco está mal esa cualidad suya, tan inmutable.