El Ayuntamiento de Málaga ha enviado la carta de desalojo a la asociación cultural La Invisible con residencia en la calle Nosquera. Al margen de las cuestiones jurídicas o de propiedad que puedan legitimar tal acto administrativo, se constata una clara persecución de aroma inquisitorial a todo tipo de disidencia. Las instituciones malagueñas pretenden la uniformización, control e institucionalización de las manifestaciones culturales o de los grupos ciudadanos. Cofradías, murgas carnavaleras, coros rocieros y peñas recreativas son bendecidas e, incluso, reciben subvenciones o espacios para sus infraestructuras, mientras los grupos independientes son condenados al ostracismo y hasta boicoteados si se presenta la ocasión, como este caso que abordamos. La banalización del discurso estructura un vecindario aborregado siempre dócil hacia las líneas que marquen desde arriba, que suelen coincidir con las líneas que trazan los valores bursátiles al alza. El cierre por exigencia municipal de una asociación de este tipo, es decir, de las que brotan ajenas a los despachos, no se trata de un hecho aislado, el contexto en que se enmarca es bien oscuro. El ayuntamiento ha invertido millones de euros en museos como el Revello de Toro, artista de más que dudoso interés, junto con los sostenes que entrega al Museo Jorge Rando, ambos con una obra de mínima relevancia para la historia del arte contemporáneo, pero a los que ningún movimiento vecinal o político cuestiona, dado el anecdótico nivel intelectual de nuestros próceres y próceras, si me permiten este palabro inclusivo. Málaga, ciudad de museos para cruceristas a los que igual daría gastar un par de horas en una tienda de ropa, semejante a la que tengan en su propia urbe, o contemplar una obra sin que sepan en realidad lo que están viendo. No se busca sólo banalizar cualquier discurso, sino banalizar la cultura y, desde ahí, la inteligencia colectiva. No es invento de D. Francisco, alcalde, ya lo dijo Lope de Vega: “puesto que paga el vulgo, es justo hablarle en necio para darle gusto”. Bajo estos parámetros una asociación como La Invisible, o bares rebeldes como El Muro, molestan por contestatarios y deben ser hundidos.
No voy por La Invisible y no tengo con ese grupo ninguna cuestión personal. Como malagueño siento indignación porque el gobierno de mi ciudad no haya mostrado ningún tipo de interés por conseguir que estas gentes puedan continuar sus actividades, molestas para este moderno despotismo ilustrado, pero necesarias por su condición de críticas y de alternativas. Jamás surgirá ningún genio en arte o en pensamiento si no halla la tierra en que arraiguen los cuestionamientos de los textos oficiales o la moral común. Una sociedad sana promueve que sus individuos se comporten como tales individuos. Las maravillosas vanguardias rusas dieron paso al pésimo arte soviético, que aún perdura, cuando Stalin dictó las órdenes de cómo debía de ser la estética para el pueblo. Picasso no habría sido Picasso si se hubiera quedado en Málaga a la sombra de las marinas y costumbrismos decimonónicos. Primero Barcelona, quizás el ambiente más oxigenado de España, con permiso del Torremolinos setentero, y luego el París que lleva a gala el haber cortado la cabeza al rey como firma de su revolución. Aunque yo no asista a los actos que organiza La Invisible, aunque no comparta la ideología de sus miembros, sé que La Invisible es necesaria en una ciudad, como la nuestra, que cada vez rima más con vulgaridad. Málaga es mi tierra, aquí crecí, nació mi hija y enterré a mi padre, pero salvo excepciones no suscita en mí otro afecto que el provocado por el cariño, como espacio de cultura se sienta en la fila de atrás. La Invisible tiene una solución muy fácil para evitar el cierre, su constitución como cofradía con trono; a partir de ahí, todo serán parabienes, bonificaciones y visitas de este alcalde que viene de Nueva York, donde seguro que no ha aprendido nada.