El ocaso de la última semanita anunció un peor amanecer político para esta que la continúa, así con efluvios lorquianos. Moción de censura sí, no, madre que de esta me aprovecho yo. Zaplana, otro inocente más, bienaventurado, pues es perseguido por causa de la justicia. Por medio, el coleteo del chalé, o mejor dicho, del bumerán verborrágico que devuelve a Iglesias y señora, tantas sandeces vomitadas sobre la ética política. Contaba Cela que Pío Baroja tenía en casa un reloj cuya esfera pregonaba en latín: “Todas hieren, la última mata”. En vulgo podríamos traducir, el último que tire de la cadena, por seguir refiriéndonos a estos desbarajustes de la polis que no permiten una sola hora calma; cada una camufla los excrementos de la anterior. Nadie puede pulsar aún el botón de la cisterna porque nadie sabe cuándo va a concluir este tirar de unas y otras mantas para que se descubran las vergüenzas ajenas, ya que alguien destapó las propias. Con tanto capote al viento ya nos olvidamos de cuántos culos hemos contemplado al aire, y pasan como de rondón, como que nadie vio el calvo en mitad del trasiego. El arranque de la ventolera independentista catalana coincide en el tiempo con las investigaciones e imputaciones a los Pujol. Han demostrado que para ciertos asuntos, en efecto, tot el camp es un clan. Cientos de titulares más tarde, habrá que esperar otra molestia de togas en los negocios de aquella amplia familia para que regrese el eco de fechorías pretéritas que arrojen luz sobre las presentes. El máster de Cifuentes, junto con esa cleptomanía que aguardaba en formato digital su venganza para el futuro, por ejemplo, ya están olvidados sobre este río revuelto por tanta actualización de podredumbre. Frente a tan poca alcantarilla para tanta excrecencia, un buen número de voceros de la demagogia, junto con los apóstoles de la revolución hacia ninguna parte, han encontrado un terreno bien abonado, nunca mejor, para predicar su onanismo, las letanías de la desolación proletaria cantadas por un pequeñoburgués. En el frontispicio de cada parlamento habría que anunciar: “Se necesitan políticos. Razón aquí.”
Recuerdo cuando conocí Italia, allá por 1990. Mi impresión de viajero fue la de un país que funcionaba en sus niveles privados -sus fábricas eran más productivas que las japonesas- pero que había erigido varios estados paralelos al Estado. Una industria de primer orden, un nivel de implantación de su producto nacional que apabullaba al extranjero y una modernidad sorprendente en todas las facetas creativas. Sin embargo, el dueño del autobús tuvo que telefonear antes de llegar a Roma para que alguien le indicase dónde tenía que aparcar y cuál era el precio para que no le rompieran los cristales. Un perro viejo aquel tipo. Según su consejo pagamos, mediante colecta, una guía para los Museos Vaticanos con quien no aguardamos ni un segundo de cola; nos condujo por todas las puertas traseras. Tampoco abonamos entrada. Italia había aprendido que su clase política era una especie de enfermedad crónica que exigía el precio del tratamiento, pero que se podía vivir al margen, en una especie de submundo con los impuestos y las leyes propias de la supervivencia. La mafia, o la presentación de Cicciolina como candidata presidencial, tetas fuera, cuadraban en aquel contexto; situación que continúa. Aquellos años felices del ladrillo español, cuando el inútil de Zapatero no se atrevió a reconducir la burbuja, y todos los poderes públicos se transformaron en promotores inmobiliarios, atrajeron a la política a este número de traidores que vieron la oportunidad de encauzar, mediante sufragio, una vida plana, en otra con tarjetas black para burdeles, reuniones de trabajo en restaurantes con copa y puro, y un par de queridas con pisos puestos a cargo del tesoro común. Una película tan de Berlanga, como la Italia de Fellini. Encima, quienes hoy alzan la voz amparados por este tufo ambiente, buscan la siembra del odio, la destrucción y el enfrentamiento, en lugar de la concordia y la reflexión. Cuando hablan las tabernas, en lugar de los escaños, la cosa acaba así, tabernaria. Se necesitan políticos. Razón, aquí.