Este juego de la vida

4 Jun

Una juez en Galicia ejerce como pitonisa durante sus ratos libres. Nada de echar las cartas a los amigos, no; una consulta bien publicitada y todo. Ninguna letra pequeña avisaba al usuario de las ocupaciones matutinas de la nigromante, previas a su entrega vespertina a esas labores como intérprete del inframundo, un espacio místico donde abunda el fracaso escolar, vista la dificultad con la que los espíritus expresan sus mensajes. Tan cifrados que la humanidad siempre necesitó traductores desde que establecieron sus contactos, esto es, desde que el humano quiso ver una intervención de las divinidades en sus desgracias. El principal defecto que el jurisperito rey Salomón le encontraría al poder judicial es precisamente su falta de experiencias vitales. Los cimientos de nuestra sociedad se encuentra en manos de gentes muy jóvenes, muy dóciles, de esas que han saltado con éxito todas las vallas del sistema educativo sin cuestionar ninguna y que, al final, también han sido capaces de sacrificar años de su vida con un cierro que culminará en la superación de unas oposiciones a jurisconsulto, sanitario o docente, con amplios conocimientos de la especialidad pero sin tener la más mínima idea de la vida, abstracción que engarza, entre otras cosas, las complejas relaciones que los humanos establecemos entre nosotros y nos diferencian de gregarios como las hormigas, las abejas y las ovejas, por esos métodos con que el verbo “existir” se venga de nosotros. De otro modo, jamás habríamos padecido ni sacerdotes, ni brujos, ni pitonisas, ni filósofos, ni psicólogas, ni jueces, ni tratantes, ni docentes, ni na de na. Tampoco habríamos historiado esa inmensa cantidad de lápidas que los conceptos de dios y honor le deben al hombre, y más la mujer, sustantivos tan cubiertos de sangre que deberían de tener su propio diccionario. Pero ya es muy tarde para meter la marcha atrás y regresar a ese árbol primigenio que, además de que nos lo habrán quitado, seguro que está lleno de bichos y echaríamos de menos cosas fundamentales para nuestro bienestar, como un sofá y el té con magdalenas, junto al periódico. La humanidad erige una contradicción en sí, menor que esta de ser juez y pitonisa.

Y no renunciaría yo a que esta señora juez dirimiera alguno de mis posibles casos; al contrario, creo que aumentará la demanda para que muchos asuntos se deriven hacia su sala. La imagino con su aplicación del tarot en el portátil mientras escudriña a cada una de las partes y les arroja naipes de modo discreto. Y al que tiene carita de bueno y voz aflautada le ha salido el diablo y el ahorcado, símbolos de maldad; al que lleva un tatuaje en la cara, voz rugida en miles de tabernas y mirada asesina, le aparece la sacerdotisa y la rueda de la fortuna, claros indicios de que es un tipo justo, doblegado por una mala estrella. El aparente culpable, inocente. Y así. Comparemos el aspecto demodé de la ciudadanía, contra esos abogados defensores de los bancos y sus cláusulas esclavistas, que llegaban hasta la audiencia vestidos con trajes de último diseño y cartapacios de cuero inapelable en su delicadeza. Pues nada, aquí dicen los astros que al infierno por mucha guapura que desplieguen. Y es que la vida es un juego, con muy mala leche, pero un juego por más que nos resistamos a tal aserto. Cada quién debe de elegir el suyo. Yo me enganché al Mah-jong, un divertimento chino. Por muy bien que se ejecuten los movimientos, existe un componente aleatorio que desde el inicio determina la partida. Los pasos certeros no garantizan el éxito, los errores invocan el fracaso. Nuestros días desde una esquina a otra. Lección sólo enseñada por el peso de los golpes. Forenses, sanitarios o docentes, dictan el futuro de personas, con permiso de la autoridad, y sin que la falta de experiencias vitales lo impida. Estos cargos se deberían de ejercer con un mínimo de años, después de haber paladeado la aspereza de la soledad, el miedo o la incomprensión. Pero esto es un juego donde casi nadie elige a quien reparte sus naipes ni a juez que los desvele, salvo en Galicia, tierra de conxuros y saudades.

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