Sin que nos demos cuenta, hemos construido un mundo para las y los jóvenes, y casi diría que para los jóvenes, guapos y deportistas. Aquí no entran los feos, como decía la bellísima Olivia Valère respecto de su discoteca marbellí. Nunca me acerqué por si acaso. De donde no lo echan a uno es de la vida hasta que llega el punto y final, claro; entonces no importa que seas horroroso o bonito, nos iguala. Bueno, eso y que nadie llegó a este mundo con un manual de instrucciones. La vida es un buscarse la vida perpetuo, y no sólo me refiero al dinero. El caso, es que cuando te vas enterando de la película, te das cuenta de que estás alcanzando esa edad que ya excede lo prudente y es llamada madurez, nombre abstracto que nadie quiere considerar como hecho concreto ejemplicado en esos estragos con que el tiempo va maltratando al sujeto, en este caso más sujeto paciente que nunca. Una llovizna de las que ya te ha empapado cuando decides abrir el paraguas. Y de pronto, chatatán, aquí está la vejez y todas sus consecuencias. No pienso escribir que no es un país para viejos, porque creo que no es mundo para viejos. Nuestra sociedad evoluciona con el ímpetu de un coche deportivo, y los abuelos intentan alcanzarlo con su andador por mitad de una autopista repleta de vehículos. Se masca la tragedia cuando, además, ya sabes que a la película le queda poco y lo más seguro es que no tenga un final apoteósico, del tipo, no sé, en el jacuzzi rodeado por sirenas y con un magnífico champaña en la copa. Sabes que la cosa, como expresión de lo que no quiero ver, irá más de pañales, cama de hospital y ambulancia, pero mientras tanto, concedor de que uno pronto perderá casi todas las dignidades estéticas, al menos debería de poder conservar alguna aunque sea de modo provisional. Pues no. En lugar de haber convertido el mundo de nuestros mayores en un loco disco-dancig, le hemos montado una selva de obstáculos. Fueron tutorizados por sus progenitores cuando niños, ahora lo son por su progenie, en el mejor de los casos.
Depende del nivel cultural de cada quien, pero esa generación que ahora roza los ochenta, ha crecido, de modo mayoritario, ajena a la digitalización. Las tarjetas de crédito, el teléfono móvil, los electrodomésticos, los cajeros automáticos, los documentos que se realizan mediante certificados digitales, el correo electrónico o la compra on-line, representan las actuales barreras arquitectónicas que impiden un desarrollo autónomo de estas personas que, de nuevo, se ven andando cogidos de la mano, como en los incios de este teatro en el que somos protagonistas y espectadores a un tiempo. Todos esos actos cotidianos además incrementan su riesgo de vulnerabilidad. Los ladrones saben que un determinado segmento de población apenas usa dinero en efectivo, mientras que los más desvalidos, las y los mayores que no pueden defenderse, son quienes están obligados a llevar el monedero encima y asumir que ya pertenecen a otro mundo; sin embargo, estos latigazos del progreso conviven con atrasos como esas tapas de los botes imposibles de abrir si uno no va al gimnasio varias horas semanales. Cualquier asunto cotidiano se transforma en inconveniente; cualquier inconveniencia desemboca en una tragedia con suma facilidad. Yo creía que mi música favorita, la que yo oía en mi adolescencia, también iba a gustar a mi hija. No fue así, por más que yo me considerase un moderno en aquellos años juveniles y jipiosos. Me manejo bien con los ordenadores y me encanta no tener que hacer colas porque resuelvo los fastidios nuestros de cada día desde mi ordenador portátil o desde mi móvil; leo en papel tanto como en mi libro electrónico y, aunque no me gusta viajar, conozco una buena porción de nuestro mundo. Sin embargo, igual que me equivoqué previendo los gustos melódicos de mi hija, me puedo equivocar si considero que no tendré los mismos problemas futuros que ahora han inutilizado a mi madre. Un mundo feo.