El devenir de las autonomías está desembocando en una parcelación de todas las actividades, con consecuencias futuras tan complejas de predecir como cualquier fenómeno que se aloje en ese tiempo verbal, pero con augurios funestos según indicios. Por ejemplo, la producción artística está cada vez más aislada y terruñera, condiciones insalubres para que la obra alcance una calidad que le permita competir en los circuitos mundiales del arte contemporáneo. Cada región se ha volcado hacia lo suyo de un modo u otro, con más o menos ánimo de universalidad, mediante subvenciones, becas y espacios destinados a la promoción de la provincia, aspectos que, como las especias en la comida, puede suponer un peligroso componente para el cultivo artístico, o puede ser beneficioso, todo depende de la dosis que se utilice y en qué momento de la cocción del guiso. El gobierno vasco beca a sus artistas jóvenes, que ya disponen de una cierta solvencia en el currículum, con una estancia de varios meses en el Guggenheim de Nueva York mediante un convenio con la sede bilbaína de esta firma. Sin embargo, en otros casos, prefiero no citar territorios, nos encontramos con un cierre a modo de coraza que ni permite el disfrute dentro de sus fronteras de otras intervenciones del resto de España, ni ofrece el oxígeno que supone una temporada de prácticas aunque sea a cien kilómetros más allá. La estrategia italiana es llamativa. Aquella tierra es casi impermeable al consumo de producto extranjero. El ciudadano medio está maravillado con sus industrias y con sus bienes a pesar de sus vinos desabridos, y de la discusión que podríamos entablar sobre sus aceites, probados desde el paladar de un andaluz. Este narcisismo también fagocita la faceta creadora italiana. En una exposición reciente en Roma sobre Duchamp y Maurizio Cattelan, la obra del francés quedaba oculta entre la apabullante selva de los italianos que sólo utilizaban su nombre como un imán para espectadores cuya mirada era conducida hacia quienes los italianos querían que destacasen, esto es, sus propios ombligos.
El arte malagueño también puede ser dañado por esa filosofía pedestre de instituciones más allá de Despeñaperros. La Facultad de Bellas Artes de nuestra ciudad ha formado a una oleada de jóvenes creadores que está produciendo una obra cada vez más amplia, y cuya calidad queda constatada según los premios y reconocimientos que han llegado del exterior. Esta corriente coincide con la expansiva política municipal sobre museos que ha conseguido la apertura del Pompidou, del Thyssen, del Contemporáneo y del MUPAM, en confluencia con el Picasso que la Junta impulsó para nuestras calles. La Málaga de las mil tabernas continúa, incluso crece, pero su halo lúdico se complementa con la efervescencia cultural que las áreas museísticas generan casi sin querer por la predisposición de los visitantes. Sin embargo, como malagueño, y aunque contradiga mis ideas, echo de menos una mayor complicidad de los responsables de nuestros museos, con la promoción del arte generado en Málaga, lo que exigiría una inversión mínima para el nombramiento de un comité y para habilitar un espacio donde se puedan exhibir, incluso vender, obras creadas por estos jóvenes para quienes el impulso de su ciudad amortiguaría los efectos de esos tabiques que se están alzando en otras autonomías. La Junta y el Ministerio también deberían minimizar la desigualdad de oportunidades que significa crecer en una región rica o en una subvencionada. Un Pablo Picasso nace donde le da la gana y cada cientos de años, una escuela de Florencia o de Flandes, hoy tan admiradas, son resultado de décadas de trabajo constante en un bancal arado para que el genio aflore, prodigio que, en contra de lo que los románticos propagaron, conlleva horas y horas de esfuerzo y estudio continuos. Defendamos lo nuestro porque nadie nos va a ayudar según caminan los egoísmos nacionales.
Excelente reflexión.