Los muertos de la guerra

31 Oct

Una fosa común con fusilados durante la guerra civil ha sido descubierta, esta vez, en Colmenar. A diferencia de otros conflictos cainitas, el español ha sido muy libresco pero poco sentimentalizado. El bando vencedor, que pretendía el poder mediante la victoria absoluta, sumió al pueblo español en una operación propagandística que demostraba aquello de que la Historia es escrita por los vencedores. A los vencidos no les quedó otra senda sino la de malvivir implorando la misericordia de unos y otros. Aunque sea jugar a la historia ficción, la España de 1930 se hallaba sentada en la mesa de la muerte antes que el resto de Europa, y sólo tenía que elegir qué clase de destrucción prefería. Optó por la más dañina, la que no admite reconciliación porque la bala llega desde el odio hermano. Esta tierra de Caín, como la bautizó Antonio Machado fue fiel a su destino. Sangre, sangre, sangre, vociferó Churchill frente al embajador de la España franquista recién enviado a Londres. Sangre contra a raciocinio, dos banderas en fuego perpetuo.

Estados Unidos nació desde otra guerra civil. Dos modos de concebir la existencia, la economía y la ética se enfrentaron con idéntica saña a la que aquí fue desplegada. El sur quedó enfangado en un atraso del que salió en la segunda mitad del siglo XX. Sin embargo, nunca necesitaron una ley de memoria histórica que permitiera la búsqueda de sus caídos para que, al menos, las familias pudiesen honrar la memoria de sus muertos. Es inexplicable que, en España, una fosa común aparezca ahora en el interior de un cementerio como si se tratase de una necrópolis fenicia. La industria cinematográfica americana contribuyó pronto a otorgar a aquel desgarro fratricida un tono heroico que atenuara el trauma colectivo y que diluyese el odio por las acciones perpetradas por ambos bandos. Nada nuevo bajo el sol. La épica europea ya lo hacía. El enemigo dignificado acentúa la grandeza de la lucha y contribuye a la restauración. El bando franquista humilló y degradó a sus víctimas hasta el final. Como nos enseñó Paul Preston, el Caudillo tramó una red de complicidades que garantizara su perpetuidad en el trono como dictador santo. Franco era bueno pero tenía malos consejeros, se decía.

Hasta para ser muerto hay categorías. En España se imposibilitó la reconciliación por intereses múltiples y bien anclados en las actas notariales. La simple acusación de rojo, incluso con la guerra finalizada, acarreó la ruina a familias que perdían bajo las balas sumarísimas al padre de la casa y los varones. En la España rural de aquellos años, la solución pasaba por la venta de las tierras a quien quisiera comprar, con frecuencia el denunciante, y la huida hacia un futuro bajo la nebulosa de las ventoleras marciales. En ocasiones, incluso las propias familias se delataron entre sí con la única finalidad de reorganizar herencias. Una ley de memoria histórica real además de desenterrar y poner nombre a los cadáveres, debería investigar las ventas de bienes realizadas bajo coacción directa o indirecta, además de procurar la restitución del honor y la fortuna de los descendientes de quienes fueron asesinados y condenados al olvido y a la difamación.

La oposición a la ley de la memoria histórica revela que bajo la comodidad de la amnesia aún existen personas que tienen miedo a enfrentar su apellido y su patrimonio a una situación tan simple, pero tan conflictiva, que implicaría el reconocimiento de unos hechos que nada tenían que ver con operaciones militares, sino con un método de enriquecimiento personal. También fue fratricida la guerra civil americana en el sentido exacto del término. Se produjeron ataques contra la población tan execrables como los de cualquier guerra, pero Estados Unidos fue capaz de encarar sus fantasmas y dignificó a sus caídos como ciudadanos de una misma sociedad. Aquí seguirán apareciendo fosas. Los franquistas querían que los muertos de la guerra nunca descansaran en paz.

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