Ahora que estamos en feria, que hoy lunes es fiesta y que la política da asco por sus múltiples sinrazones, me he acordado de otros ocios que disfruté como malagueño y no sé por qué se perdieron. Todo evoluciona, nada queda, dicho así con efluvios poéticos. Lo nuestro es pasar. La vida, según Luis García Montero, no es sino un continuo plegar banderas. Alguien doblará la última por ti. Si nos ponemos místicos, el mismo Universo basa su existencia en el deambular constante de la materia de un estado a otro. Si todo fuera inmutable, como el ser de Parménides, o esta barriga mía que me acompaña desde hace lustros, aún seríamos monos en lo alto de un árbol, lo que uno desea a fin de mes cuando se acumulan los pagos pendientes. También es cierto que hay por quien los años no pasan; aún continúa siendo una rata de aquellas que convivieron con los dinosaurios. Hay quien sabe conservarse, en efecto. Pero volvamos hacia los bares tras esta larga introducción en que estoy intentando ganar la benevolencia del lector para que no me abuchee entre faralaes de cubatas y rebujitos. La vida también consiste en cerrar bares.
Con nostalgia pero sin llantos, existió un tipo de establecimiento que se ha perdido, el bar de tertulia y alterne. Queda alguno lo sé, pero tal vez para una clientela demasiado específica y no quiero entrar en ello. Hoy sólo memorias. Quienes ya rozamos o nos comemos la cincuentena de años alrededor de este Guadalmedina nuestro, conocimos, El cantor de jazz. Gobernada su farra (como escribió el maestro Antonio J. Millán) y gobernado por Miguel Hernández, aquel espacio en medio de una Málaga soez y tabernera, se convirtió en un referente para la cultura literaria española. En sus sillas se sentaron las y los escritores que venían por Málaga durante los quince años, o así, que estuvo abierto. Además de las lecturas, presentaciones, exposiciones o los conciertos que allí se realizaban, el mérito de Miguel fue el conseguir un ambiente agradable en el que se podía charlar sentado sin que el volumen de la música ocasionara una faringitis. Una generación de jóvenes salía de casa sin necesidad de quedar previamente con los amigos. Al llegar a aquel puerto alguien habría a quien saludar y con el que ponerse al día. Quien tuviese alguna inquietud cultural sabía que allí encontraba un refugio con buenas copas, afabilidad y música suave para quienes no quisieran ser carne de 40 Principales.
Podría entonar las letanías por otros paraísos perdidos, Terral, El café teatro, La época, El S.A., Nueva Pulsación, El galeón. Todo lo muda la edad ligera. El ocio en Málaga ha derivado, por imperativos del mercado inmobiliario y mediante rejones legislativos municipales, en recintos que no califico, pero que no nacieron desde el propósito de convertirse en canción para Gabinete Caligari, lugares tan gratos para conversar. Me permito nombrar dos que aún quedan de aquellos años, Emily y El trovador, hacia donde dirijo mis pasos cuando quiero oír más que hablar, o charlar conmigo más que con mi acompañante. Perdonen el exceso de lírica, quizás la edad.
Hoy el viajero de una cierta edad y poder adquisitivo, encandilado por museos y múltiples actividades, desembarca en una Málaga huérfana de locales nocturnos donde oír a Miles Davis, sentado con un Manhattan en la mano, o donde ligar con una chica mientras propician la escena, esas escalas lentas de John Coltrane. No nos quedan escenarios donde articular una novelita canalla de aquellas que tanto encandilaron nuestra juventud. Se extinguieron ya el humo del Camel impregnado en el abrigo y el repiqueteo de la máquina de escribir. Aquellos bares descansan en la memoria. Sería injusto decir que naufraga la noche. Quedan jóvenes que intentan convertir sus barras en referencias de cultura. Luchan contra ordenanzas municipales, a veces incomprensibles, y contra una Málaga que deriva con facilidad hacia el tuerking y el bumbabumba. Tras la visita al Picasso o al Pompidou molaría un buen cóctel con un trío de saxo al fondo, pero no. Esto es Málaga 2016. Y no. No.