No me he vuelto tan loco aún. El titular de este artículo es correcto. No uso ningún texto de años anteriores. La selectividad es uno de esos fenómenos sociales autóctonos que comienzan antes de que empiecen, valga la paradoja. Cualquier familia que tenga una o un hijo en edad selectividar, una de las edades del adolescente hispano, sabe a qué me refiero. Aún no hemos terminado el curso de segundo de bachillerato y ya arrecian los temores y las inquietudes por la prueba de selección ya en el horizonte, como un sol rojo. La selectividad es señora esclavista de un año entero en la vida de nuestros estudiantes. Ninguna luz de flexo puede huir de este agujero negro que determina el ritmo de la galaxia escolar. La selectividad demuestra varias teorías físicas y metafísicas en un solo folio. Cada docente que se encarga de un segundo de bachillerato, aquel COU para quienes peinen canas cincuenteras, inicia su curso con las tres frases, esto es, el currículo es muy extenso, tenemos que ir muy rápido y está la selectividad. La teoría del caos, o la de las fichas de dominó. Una mariposa mueve sus alas en Borneo, y el huracán en Missouri. Un o una profe se encarga de un grupo a primeros de septiembre y el día 15 del mismo mes una madre o padre que espera a su adolescente en casa para almorzar recibe una criatura con histeria aún moderada. La selectividad. Como si se tratase del volumen en una ópera de Wagner, el fenómeno crece a un ritmo desmesurado, lo que seguro sirve para mostrar alguna teoría matemática que desconozco por ignorancia también en este campo del saber. La cosa es que estudiantes y familias acumulan hoy una presión algo menor que la que registró Chernobil. Y lo que es peor, al igual que en aquella central rusa, la cosa, así como incógnita matemática, estallará como suma de muchos factores comunes. Miedo del profesorado a enviar a sus niñas y niños al hoyo de las calificaciones insuficientes, que podrían ser un ocho por ejemplo. Miedo de chicas y chicos, con poca experiencia vital aún, a fracasar en las pruebas. Y miedo de las familias que ya no saben a qué tener miedo desde aquel 15 de septiembre fatídico. La selectividad está aquí, y como el amor en aquel verso de Lope de Vega, quien lo probó, lo sabe.
La selectividad es el síntoma de un sistema educativo que no funciona bien. Los distintos gobiernos de la democracia, como merlines rivales, han ido modificando las leyes que rigen la enseñanza en nuestro país, hasta el punto del ridículo internacional. Hay familias con tres vástagos titulados bajo otros tantos sistemas educativos. Algo huele a podrido en nuestra tierra ibera cuando nuestros titulados universitarios son apreciados e importados por las primeras economías del planeta mientras que aquí son machacados bajo el sol de la cola del desempleo. La selectividad es síntoma de una sociedad mal estructurada y eso no hay ley orgánica de educación que lo palie. El sistema educativo español es exigente en demasía pero no está acompasado con la sociedad donde se inserta. Así, por ejemplo, los métodos de enseñanza usados en los países anglosajones, en general, resultarían para gran parte de nuestros docentes escandalosamente suaves a la hora de entregar títulos. Sin embargo esas sociedades funcionan. Comparemos el 5% de desempleo de USA o Reino Unido con nuestras cifras. Comparemos su número de premios Nobel y el prestigio de sus ciencias con las nuestras. Pero, sobre todo, comparemos las diferencias salariales y de inserción laboral entre sus tituladas y titulados de formación profesional o universitarios, con nuestro panorama. El fracaso escolar y el absentismo en España son síntomas de que buen número de familias no encuentran un porqué para conducir a sus hijas e hijos hacia los caminos del aula. El que dispongamos de un sistema selectivo semejante a una competición de caballos revela ese desorden laboral y empresarial que ninguna ley ha modificado durante los casi 30 años en que esta prueba lleva alterando la paz de las familias y dictaminando, como diosa en tragedia griega, el destino de un buen número de mortales. Que sea leve.