Malagueño

28 Mar

El espíritu crítico de los malagueños ocasiona que resaltemos los defectos de nuestra ciudad antes que cualquier excelencia. El final de las charlas con foráneos culmina en que albergamos muchas imperfecciones entre esquina y esquina, pero aquí se vive muy bien con menos requisitos que en otros muchos lugares. El viaje, así como concepto pedagógico, es el antídoto adecuado para ese mal nuestro, así como para otros venenos que expande la ignorancia. Esta Semana Santa me fui al norte. A una ciudad a la que no pondré nombre bajo la insistencia de la lluvia. Costa cantábrica. Una ciudad de esas que atesora un prestigio antiguo y, casi oxidado, de industria pesada e ingenierías. Unas calles cercadas por edificios venerables, sobre dinteles cubiertos por escudos y cornucopias con resabios de ministros, generales y estadistas del reino. Un espacio con renombre cultural siempre que no se pretenda vanguardia de ningún tipo, ni siquiera en moda de temporada. El norte de nubarrones perennes es lo que tiene, virtud, mucha virtud y, en ocasiones, más moho del necesario para subir algún escalón de modernidad. Allí las niñas nunca llevan chanclas. He estado en una ciudad de esas que figuran en la zona positiva de las estadísticas que califican las poblaciones en buenas y malas según una tabla de mandamientos. He pasado temporadas en villas grises y frías en mitad de agosto, y también en megalópolis donde el sol tensa la cuerda con que la humedad asfixia, pero jamás anduve por calles que impregnaran al viajero, en este caso a mí, con tanta tristeza y melancolía ambiente. La lluvia malagueña cae desde un cielo que no condena al hombre a ir con sus ojos entornados y cabizbajo a perpetuidad, perseguido de semáforo en semáforo por esa mala sombra que no es proyectada por el sol.

No se trata de ir de malaguita frente al mundo, sentencia que sólo comprendemos los malagueños, sino de agradecer los regalos y de valorar nuestros aciertos. El sol ya estaba aquí. No es ningún mérito. El gran escritor Miguel Romero Esteo, malagueño de por ahí, como casi todos nosotros, sitúa mediante un concienzudo ensayo los mitos paradisíacos griegos en nuestras tierras. El Valle del Guadalhorce como cuna de la luz para la humanidad. El sol es el obsequio de alegría natural de casi cada mañana en nuestra Málaga. Otros elementos han sido construidos por nosotros y también se echan en falta, al menos yo. He realizado el viaje al que antes aludí junto a una persona en silla de ruedas. A partir del aeropuerto aterrizaron los inconvenientes. Por desgracia, la edad de nuestros mayores provoca que uno se vea empujando una silla varias veces por semana. Creo que los malagueños cultivamos un grado alto de conciencia respecto a rampas, adaptaciones y aparcamientos reservados. Todo es mejorable y en este aspecto tenemos que ampliar nuestra cuota de conciencia personal y colectiva. En aquella ciudad, donde los aparcamientos reservados son una rareza, hasta la ortopedia detenía con escalones a sus clientes. Uno descubre una terraza de bar cubierta en una calle peatonal que abre sus cristales sólo hacia una escalinata. La Opinión ha denunciado barreras arquitectónicas y obstáculos en nuestras aceras y edificios. Hay que seguir protestando y lo haremos, el método para que nuestros políticos se muevan. No obstante, salgo de mi Málaga y recuerdo parte del lema que circunda nuestro escudo, muy leal, muy noble y muy hospitalaria. Para qué vamos a poner defectos donde otros nos escriben piropos. Tras esa Semana Santa en que una enorme aglomeración humana se salda sin incidentes, prefiero ponerme malaguita y tirarnos flores. Que no cese nunca nuestro empeño de auto-crítica, sería como si desparecieran los merdellones de nuestras calles, pero también hay que decirse a la cara lo bien que hacemos otras muchas cosas frente a tanto bárbaro con carnet de maravilloso. Hoy, malagueño.

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