Torpezas andaluzas

14 Mar

Gracias a la iniciativa que pretende descubrir los dólmenes de Antequera al resto de la humanidad, el ayuntamiento va a realizar una reordenación de los polígonos industriales para que en el espacio entre la Peña de los Enamorados (de Antequera) y la cueva de Menga no se contemple un cartel de neón donde anuncien, por ejemplo, una oferta de neumáticos. Como antequerano que soy por los cuatro costados, me alegra que, por fin, un consistorio impulse tal proyecto que, como mínimo, significará un acopio de respeto hacia nuestros singulares monumentos funerarios y, espero, que una valoración ya permanente. Hace un par de veranos me dirigí a la villa navarra de Isaba en Valle del Roncal, junto con mis amigos malagueños Fernando y Carmen que ya se habían informado sobre las peculiaridades del pueblo y las actividades que podían ser realizadas entre aquellos bosques pirenaicos. Una de ellas instaba a visitar sus dólmenes que, tanto en carteles de carretera, como en guías para viajeros, se anunciaban como una cita ineludible. Lo escribo con todo el respeto, pero aquellas lascas de piedras puestas junto a Menga o Viera habrían dado la impresión de que eran la casita del perro, e incluso la jaula del loro si tal bicho hubiese surcados nuestros cielos neolíticos. Los dólmenes son una maravilla que cumplen aquella falsa, pero divertida, etimología latina que San Isidoro de Sevilla otorgó a la palabra monumento, esto es, lo que mueve la mente. No nos consta que aquel lingüista visigodo conociese los dólmenes antequeranos pero parece que se refería a ellos. La mente se activa y se pregunta uno cómo pudieron mover aquellos bloques de piedra tan inmensos, y cómo hemos podido ser los antequeranos tan torpes como para no ampliarles el espacio y la importancia que se merecen desde hace siglos, y cómo a los andaluces nos ha quedado tan poca sangre fenicia en las venas que parece fugada hacia Cataluña y Estados Unidos. Un oleaje de inquietudes frente a aquellos prodigios de voluntad.

Cuando el visitante aterriza en Nueva York tiene la impresión de llegar a una ciudad que le pertenece. Conoce sus puentes, sus parques, sus edificios y siente que ha recorrido ya cada una de las avenidas de Manhattan antes de poner el pie fuera del taxi. Nueva York dispone de una capacidad de autopromoción como pocos lugares gracias a sus muchos estudios de cine. En cualquier paseo por sus condados e islas uno se topa con varios rodajes a la americana, es decir, varios camiones con camerinos para actores y personal de dirección, y una vanguardista profusión de medios técnicos. Sus hoteles no distinguen temporada porque su paisaje figura en la lista de deseos de una inmensa parte de los habitantes de este planeta. No sólo es una capital del mundo sino que, además, posee un hipnótico poder de difusión mediante la imagen. El espectador tumbado en el sofá zapea por un entramado de canales televisivos donde se vierten documentales más allá de las gacelas del Serengueti y los dinosaurios. Esposas de ricos californianos, buscadores de oro, mercachifles de antigüedades, trasteros en subasta, niñas de boda, encarcelados, caza recompensas femeninas con talla de pecho xxxxl, torneros, etc. Todo es susceptible de ser documentalizado -perdonen el palabro- siempre que se haga bajo la premisa de un talento narrativo. Los andaluces tenemos los mejores aceites, pero fuera de España se comercializan como italianos. Los ingleses no pudieron conquistar Cádiz pero piratearon un sherry para fastidiar y lo están intentando con el chorizo. Los mejores jamones desconocidos se elaboran en Huelva. La porra antequerana es otro monumento de mi tierra a la salud y al paladar. Me he quedado en tópicos del sector primario. Nos falta capacidad de venta y promoción en este mundo globalizado y en competencia permanente. Esperemos que nos descubran los americanos para que realicen una serie de documentales sobre la magia inherente a los dólmenes y, entonces, sólo entonces, figuraremos en los mapas. Torpezas de mi tierra achacables sólo a nosotros.

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