La semana anterior correteó por una de esas redes sociales que carga el diablo, el falso rumor del intento de secuestro de un menor dentro de un colegio de Málaga, nada más ni nada menos. Un mensaje de voz enviado por una supuesta tía del chico alertaba a sus contactos de que un individuo había vigilado al niño durante el recreo y, cuando iba a finalizar, pues nada, saltó la valla y casi lo raptó, como si eso de saltar una valla con un chaval en brazos fuese tan fácil. Como todo buen infundio, el tipo aumentó de uno a tres, lo que inoculó en cientos de familias el veneno de una banda criminal dedicada al secuestro de niños en las escuelas. Tan impactante suceso quedó en anécdota cuando el niño confesó que había inventado esa historia para que no lo castigasen por regresar al aula tarde desde el recreo. Borges, a quien tuve el honor de oír en una clase, decía que los españoles adolecemos de falta de imaginación, hecho que sazona nuestra literatura con un exceso de realismo. Si el chavea, así en malagueño, hubiera explicado que un dragón se lo llevó al tejado o que un grupo de gnomos lo bajaron a la mina y por eso se le fue el santo al cielo, pues sólo habría provocado una sonrisa de ternura en sus maestros y quizás alguna reconvención. Pero no. El chico, imbuido de realidad, encendió una mecha que sus mayores propagaron sin medir el posible alcance de una explosión que, por fortuna, fue de baja intensidad. No me refiero al secuestro, sino a la alarma colectiva que, con toda lógica, un acto delictivo de esa clase provoca, junto con la mancha que arroja sobre una institución docente. Ciertas redes sociales se han convertido en los cíber lavaderos de pueblo, del que ya sabemos desde McLuhan que es aldea y global. Aquella plaza pública que los españoles del siglo XVI conocían con el significativo nombre de el mentidero, embudo de dimes y diretes de todo tipo, ahora dispone de un espacio virtual que parte desde los teléfonos móviles y que no conoce ni distancias, ni tardanzas para difundir cualquier tipo de mensaje, unas veces con consecuencias positivas, otras sin consencuencias y otras, funestas.
Algún que otro visionario creyó que las redes sociales convertirían a cada ciudadano en periodista, en una especie de gran hermano multiojos que cimentaría una mayor libertad colectiva mediante vigilancia de los organismos que componen al Estado. Así, los videos difundidos de acciones policiales contrarias a los derechos, o de sucesos que horas después aparecerían como titulares de los distintos medios, parecían corroborar aquella afirmación. Nada más lejos de la realidad. Por las redes serptean teorías conspiranoicas, fenómenos imprecisos e informaciones sin indicación de la fuente, ni contrasste de su veracidad. Como ya digo, aquel mentidero donde se tiraba por los suelos la honra de cualquier familia, o se alarmaba por cualquier bulo a un pueblo entero como ejemplificó Torrente Ballester en su novela, Crónica del rey pasmado. Sin embargo, mientras las redes sociales avanzan en su uso como canal comunicativo comunitario, las empresas periodísticas retroceden tanto en cantidad como en efectivos capaces de investigar de primera mano un mayor número de sucesos. Los medios de comunicación son los que garantizan la libertad de la ciudadanía, pero como los antibióticos en la sangre, esto es, cuando se encuentran en una dosis sufiente capaz de inmovilizar a los gérmenes de la corrupción, de la injusticia o de esa torpeza política que conduce los pueblos hacia la ruina. Además, la inmediatez en la transmisión a la que el usuario se ha acostumbrado a causa de las redes es una trampa que ocasiona una labor periodística mal realizada por culpa de esas prisas que no son sino lo que siempre fueron, malas consejeras. Tras varios años de uso y amplia aceptación colectiva, las redes sociales demuestran que se pueden convertir en telas de araña donde queden prendidas la verdad, la objetividad y el rigor con el que los medios de comunicación profesionales trabajan. Son cables de comunicación que se acaban confundiendo con emisoras fiables de información. Cada cosa en su sitio.
La semana anterior correteó por una de esas redes sociales que carga el diablo, el falso rumor del intento de secuestro de un menor dentro de un colegio de Málaga, nada más ni nada menos. Un mensaje de voz enviado por una supuesta tía del chico alertaba a sus contactos de que un individuo había vigilado al niño durante el recreo y, cuando iba a finalizar, pues nada, saltó la valla y casi lo raptó, como si eso de saltar una valla con un chaval en brazos fuese tan fácil. Como todo buen infundio, el tipo aumentó de uno a tres, lo que inoculó en cientos de familias el veneno de una banda criminal dedicada al secuestro de niños en las escuelas. Tan impactante suceso quedó en anécdota cuando el niño confesó que había inventado esa historia para que no lo castigasen por regresar al aula tarde desde el recreo. Borges, a quien tuve el honor de oír en una clase, decía que los españoles adolecemos de falta de imaginación, hecho que sazona nuestra literatura con un exceso de realismo. Si el chavea, así en malagueño, hubiera explicado que un dragón se lo llevó al tejado o que un grupo de gnomos lo bajaron a la mina y por eso se le fue el santo al cielo, pues sólo habría provocado una sonrisa de ternura en sus maestros y quizás alguna reconvención. Pero no. El chico, imbuido de realidad, encendió una mecha que sus mayores propagaron sin medir el posible alcance de una explosión que, por fortuna, fue de baja intensidad. No me refiero al secuestro, sino a la alarma colectiva que, con toda lógica, un acto delictivo de esa clase provoca, junto con la mancha que arroja sobre una institución docente. Ciertas redes sociales se han convertido en los cíber lavaderos de pueblo, del que ya sabemos desde McLuhan que es aldea y global. Aquella plaza pública que los españoles del siglo XVI conocían con el significativo nombre de el mentidero, embudo de dimes y diretes de todo tipo, ahora dispone de un espacio virtual que parte desde los teléfonos móviles y que no conoce ni distancias, ni tardanzas para difundir cualquier tipo de mensaje, unas veces con consecuencias positivas, otras sin consecuencias y otras, funestas.
Algún que otro visionario creyó que las redes sociales convertirían a cada ciudadano en periodista, en una especie de gran hermano multiojos que cimentaría una mayor libertad colectiva mediante vigilancia de los organismos que componen al Estado. Así, los videos difundidos de acciones policiales contrarias a los derechos, o de sucesos que horas después aparecerían como titulares de los distintos medios, parecían corroborar aquella afirmación. Nada más lejos de la realidad. Por las redes serpentean teorías conspiranoicas, fenómenos imprecisos e informaciones sin indicación de la fuente, ni contraste de su veracidad. Como ya digo, aquel mentidero donde se tiraba por los suelos la honra de cualquier familia, o se alarmaba por cualquier bulo a un pueblo entero como ejemplificó Torrente Ballester en su novela, Crónica del rey pasmado. Sin embargo, mientras las redes sociales avanzan en su uso como canal comunicativo comunitario, las empresas periodísticas retroceden tanto en cantidad como en efectivos capaces de investigar de primera mano un mayor número de sucesos. Los medios de comunicación son los que garantizan la libertad de la ciudadanía, pero como los antibióticos en la sangre, esto es, cuando se encuentran en una dosis suficiente capaz de inmovilizar a los gérmenes de la corrupción, de la injusticia o de esa torpeza política que conduce los pueblos hacia la ruina. Además, la inmediatez en la transmisión a la que el usuario se ha acostumbrado a causa de las redes es una trampa que ocasiona una labor periodística mal realizada por culpa de esas prisas que no son sino lo que siempre fueron, malas consejeras. Tras varios años de uso y amplia aceptación colectiva, las redes sociales demuestran que se pueden convertir en telas de araña donde queden prendidas la verdad, la objetividad y el rigor con el que los medios de comunicación profesionales trabajan. Son cables de comunicación que se acaban confundiendo con emisoras fiables de información. Cada cosa en su sitio.