El viernes pasado se celebró el día del transformismo en Torremolinos. Lo que quedaría como anécdota para medios locales se ha transformado en noticia, como participante en el espectáculo, a causa de la intención del alcalde de esa ciudad de prohibir la fiesta. Argumentó que dada la proximidad del parque infantil, las personas disfrazadas de folclóricas herirían la sensibilidad de las familias. No descubro nada si escribo que el colectivo homosexual, o LGTB así en mayor amplitud, ha rescatado amplias zonas del centro de Torremolinos del lumpen en que cayó a finales de los setenta. Eso sí que hubiera sido un transformismo dañino para las familias, llevasen o no a sus niños al parque de la Nogalera. Puestos a prohibir, en Torremolinos habría que haber prohibido su misma estructura urbana que no permite otra plaza amplia en el Centro donde celebrar algún acto multitudinario. Quizás se debería de haber prohibido el horrendo espectáculo, también ofensivo para familias y solitarios sensibles como yo, que nos exhibe una Europa de estilo brutista sobre buey blanco, por cierto, Zeus travestido en rumiante, lo que demuestra que el transformismo se admite en Torremolinos según quién se beneficie de ello. Los niños que iban a ser traumatizados por un espectáculo transformista se hallan comprimidos en un mínimo parque, o en un mínimo corral con ánimo de parque saturado de críos, porque ese municipio se ha caracterizado por una alocada transformación del terreno rústico en urbano, sin previsión de que una parte razonable de cada parcela quedase en manos de la ciudadanía, como sucede en las urbes civilizadas del planeta. Al final unas transformaciones condujeron hacia las otras, es decir, las consentidas y promocionadas acaban coartando el ejercicio ciudadano del transformismo por una falta de espacios públicos que, con una indecencia sin par, se han eliminado por tradición. Según parece, este alcalde de una época presuntamente democrática busca la eliminación de las expresiones colectivas que le molesten cuando se produzcan en unos lugares públicos que, en realidad, no existen.
Estas prohibiciones quedarían casi dentro del anecdotario consistorial si no fuera porque, cada día con mayor insistencia, el respaldo y la legitimidad de los votos se están transformando en una especie de patente dictatorial que permite al cargo electo transformarse en el amo del cortijo que no tiene que atender más sensibilidades que las de sus votantes o la de colectivos que de un modo u otro lo aúpan hacia el poder. Una regresión hacia la dictadura de la que procedemos que vuelve a transformar España en un cuartel con resabios nacional-católicos donde la moral privada del individuo se confunde con la pública que debe amparar cualquier actitud siempre que no sea contraria a la ley. El ministro Gallardón, por ejemplo, tan afín a esos grupos religiosos que iluminados por su dios pretenden imponer su doctrinario a toda una sociedad, intenta la transformación de la ley del aborto en un código de prohibición del aborto para poder criminalizar en nombre de una moral pública a las pobres que aborten. Las ricas seguirán viajando a Londres. Un tipo listo, de esos que saben transformar la libertad del individuo en cadenas, eso sí con una gran profusión de tendederos jurídicos. Además de este, existe un estilo de coacción más rudo, no por ello menos eficaz, que es el estilo regidor de Torremolinos, es decir, ordeno porque mando y ya está. Recuerda en exceso las bravatas e insultos de Gil en Marbella. Una vez que alguien se considera a sí mismo el elegido después de varias legislaturas, se transforma en el chulo del barrio. Luego llegan transformaciones más peligrosas, como la de creerse impune frente a cualquier capricho que decida, lo que con frecuencia culmina en insecto de despacho, una de las transformaciones más vulgares, que ya describió Kafka sin conocer a los políticos españoles de hoy día, ni nada. Es verdad que los artistas pueden percibir el futuro.