Las palabras y las expresiones de un idioma nacen, se expanden y mueren, como si tuvieran vida, incluso a diferencia de sus usuarios resucitan cuando menos se espera. Hay términos curiosos. No me resisto a escribir sobre la palabra “hortera” usada, por ejemplo, en las novelas de Galdós para aludir al mancebo que, por regla general, llegado a Madrid desde un ambiente campesino, encontraba su primer trabajo como ayudante en una tienda. Entre las décadas de 1920 y 1960 el vocablo desapareció como un mal marido de esos que se van a tirar la basura al Perú, y reapareció, como el tal cónyuge, pero con el significado que hoy le atribuimos de persona con indumentaria extravagante. La historia de ese término es de muy compleja explicación. Las palabras cambian su significado lo mismo que tu amigo Manolo se planta un día en tu casa con un DNI en el que se llama Manuela y un cuerpazo de mujer que da gloria verlo. Sucede y ya está. La vida es maravillosa por inexplicable. La vulgaridad tiene menos encanto y más explicación. Así, hay expresiones felices en su nacimiento que se hacen cansinas y se vuelven rancias porque una sociedad tiene que echar mano de ellas en eterno retorno, como de la abuela para pedirle dinero, o de la asesoría para cumplimentar la declaración de la renta. Hay palabras y frases casi de temporada. Dicen que en épocas de crisis los diseñadores de ropa, como en contubernio, suprimen los estampados y usan colores turbios de las gamas grises y marrones; se estila ir de luto en el bolsillo, en la bendita tarjeta de crédito y en el exterior. Lo peor de las crisis, cuando uno tiene como malagueño cincuentón la experiencia de varias en su memoria, es que activan una máquina del tiempo que nos remite una y otra vez a lo mismo. Cuando la memoria regresa a otras edades, sus olores, sus ambientes, sus personajes y su anecdotario más o menos fabulado resultan agradables como la visita ocasional de la ahora amiga Manuela, pero cuando el recuerdo se queda enmarañado en un bucle como una polilla en la lámpara, el hastío impregna la atmósfera y quizás sí, quizás le entren a uno ganas de ir vestido como un chino en aquella época de Mao.
El ser humano es el único que ríe, llora y comete ridiculeces que a los demás humanos hacen reír y llorar. A veces, almuerzo en una hamburguesería concesionaria de una multinacional norteamericana. Está cerca de mi trabajo y acudo allí, sin cargo de conciencia, que quede claro, desde hace años. Disponía de un reservado para no fumadores cuando el resto de establecimientos hosteleros no lo tenían. Allí me sentaba con mi hamburguesa, refresco, patatas y los periódicos que el local prestaba a su clientela. Ahora han suprimido la prensa del local porque en mitad de una crisis ya se sabe, hay que hacer economías, incluso el ketchup ha pasado a ser racionado y de marca genérica, a pesar de que este tipo de negocios ha aumentado sus ventas, según datos bursátiles. Se ve que el precio de dos periódicos diarios vuelca el color de la contabilidad del negro a rojo. En efecto, constato que las colas en todo tipo de negocios son mayores, que los servicios en general han disminuido su calidad y su atención al bienestar del cliente en la misma proporción que aumenta el número de desempleados por un miedo colectivo y, a veces, irracional a un gasto que, en realidad, se trata de una inversión que genera beneficios por los detalles que revelan una preocupación por el consumidor. Regresa el chocolate del loro, el ahorro en minucias, frase que desde el siglo XVIII no se marcha de España y germina crónica en este secarral de Caín. El gobierno ha anunciado una inversión de más de 6000 millones de euros para que se genere empleo. Mientras cunda entre el empresariado la filosofía de racionar el chocolate al loro, languidecerán animal y dueño hasta la muerte, sin posible resurrección como las palabras, por falta de la notoria alegría que los leves lujos otorgan a cualquier existencia, incluso a la española que en líneas generales siempre parece, como la del loro, abocada a la miseria.