Por si teníamos poca basura ambiental en Málaga, la Federación Provincial de Asociaciones de Discapacitados Físicos y Orgánicos ha denunciado el masivo uso fraudulento de las tarjetas con las que los conductores avisan de que sufren alguna discapacidad que les permite estacionar el vehículo, para ellos imprescindible, en las plazas reservadas. Un problema grave para el discapacitado. Una vergonzosa práctica extendida de difícil erradicación, aparcada como está entre dos administraciones, la municipal y la autonómica. Quevedo se refería a los galenos de su época como hoy podemos hacerlo de las oficinas públicas; cuando una interviene nada mejora, pero si entran dos en el juego, el paciente, el administrado, muere. El mal de los súbditos en aquel siglo XVII eran los médicos que se atrevían a intervenir en la vida del individuo sin ningún conocimiento y con el único ánimo de ganar dinero. El mal de los ciudadanos en este adolescente siglo XXI es una legión de políticos que, según sus actos, tiene iguales conocimientos y objetivos que aquellos curanderos del barroco. Pero se atreven, como los espontáneos en las plazas de toros. Para comprender las dificultades de los discapacitados no hay nada igual a pasar una temporada en una silla de ruedas. Ahí se da uno cuenta de lo poco adaptada que la sociedad está para que una persona con movilidad reducida sea autosuficiente sobre las aceras, a pesar de lo que se ha avanzado, pero sobre el papel. Y aquí llega una muestra. La tarjeta de minusválido que facilita el acceso a plazas reservadas para estas personas está siendo usada por unas gentes sin escrúpulos. Un palo más entre las ruedas de la silla. Un avance social que se convierte en un nuevo rescoldo de purulencia por desidia administrativa. Cuando las administraciones toman una medida deben garantizar no sólo la promulgación de la ley, sino el impedimento de la trampa. Eso cuesta trabajo y padecemos responsables políticos que no están ni para pensar, ni para que los molesten, sólo para cobrar.
Esa tarjeta, licencia que esquiva zona azul y calles saturadas, vale su peso en oro moral. Su implantación significa un rasgo de solidaridad colectiva, pero el inconveniente es que flota entre dos administraciones para su entrega, para su retirada y para la vigilancia de su uso correcto. Y según se desprende de las declaraciones de Ayuntamiento y Junta, ni uno va a retirar vehículos, ni la otra articulará los medios que minimicen estos fraudes tan fáciles de realizar y tan dañinos para los afectados. Solicite quien sea, por ejemplo, una tarjeta para la abuela que tiene la movilidad reducida. A partir de ahí, aparcará donde quiera, transporte a la abuela o no. El privilegio es vitalicio, para todo horario, dura tras la muerte de la abuela, se hereda, se presta, se alquila y se fotocopia si se quiere. Una picaresca extendida, y a voz en grito, entre los propios familiares de los beneficiarios de esas tarjetas, y entre quienes ni siquiera tienen conocidos con discapacidad, sino escáner e impresora. La calidad de vida y moral de una sociedad se mide por estos engranajes del funcionamiento callejero, no por lo promulgado en los códigos de justicia. No es que la ciudadanía malagueña sea más desalmada que las de otros lugares donde se respetan esos signos de civilización que compensan la discapacidad, es que en otras ciudades, en otros países, en otras autonomías, un fraude de este tipo se controla y se hace pagar. La Junta declara que sería tedioso el control periódico de esas tarjetas, la misma Junta que envía puntual la carta con la exigencia de pago de tributos por herencia a la familia de un difunto. Sin embargo, no puede compartir datos de fallecidos entre consejerías para que se anulen tarjetas de discapacidad. Esta es la política que padecemos, rapidez para exigir pagos, lentitud para mejorar la vida de la ciudadanía. Sobre este cieno florece la putrefacción colectiva que conduce a, pongamos, robar el aparcamiento a un discapacitado, eso sí, con la complicidad administrativa de una tarjeta sin control.
No sé si es la política que padecemos o la que merecemos, al menos a veces. Porque «personas» tan infames como las que son capaces de hacer eso se merecen lo peor. ¿Somos tramposos porque nuestros políticos lo son o al revés?