Si a lo lejos ven a dos personas que charlan y uno de los dos tiene las cejas alzadas por encima de lo normal y los ojos redondos como faros, ya saben que es un español intentando hablar en inglés. Una creciente parte de nuestra sociedad está obligada, casi por ley, a algo tan beneficioso como aprender idiomas, mecanismo que aún renquea para la expansión internacional de nuestro país. Pero nos tocó el inglés y uno se acuerda de la fallida Armada Invencible cada vez que tiene que activar ese artilugio del cerebro que selecciona en orden adecuado una serie de palabras que además tiene que pronunciar o escribir. Felipe II pudo librarnos de este suplicio, pero la Historia no quiso. Corren por la calle varios mitos sobre el inglés. Al menos, tantos como del español. Hay quien dice que el inglés es una lengua fácil, aserto que pienso desmontar, y a guantazos si hace falta, a quien me repita como un papagayo esa falacia. Mis alumnos españoles de lengua española consideran que el español es más fácil. Una tontería de igual tamaño que la anterior. El inglés es una lengua ya muy lejana a la nuestra aunque miles de años atrás tuvieran parientes e incluso abuelos comunes. Alemanes, holandeses o daneses tienen tan fácil su aprendizaje, como nosotros lo tendríamos del italiano si nuestros primos mediterráneos hubieran conquistado la civilización y los territorios de la humanidad rica actual. El español a pesar de su extensión geográfica aún es lengua de pobres, de ahí el imperativo inglés para nuestro encaje en el mundo desarrollado de nuestros días. Varios millones de aspirantes a anglófonos aficionados estamos por ahí alzando las cejas para intentar no construir demasiado mal una frase, de pronunciación endiablada frente a cada turista que nos pregunte por dónde está la catedral cuando se encuentra perdido por la Avenida de Velázquez. Al final, optamos por montarlo en el propio coche y sonreír mucho como hacen los chinos de las películas. Así termina antes esa tortura de contemplarse uno a sí mismo arrastrado por el lodazal de su torpeza idiomática.
Igual que se ama una ciudad cuando se ama a uno de sus habitantes, el estudio de un idioma nos sumerge en el universo de una cultura, zambullida que al mismo tiempo nos despioja de tópicos propios y ajenos. En Málaga es fácil la inmersión bajo cualquier idioma europeo, sobre todo, el inglés. Gran parte del turismo residencial británico se encuentra aquí porque está como en casa pero un poco más barato y con un indudable mejor clima. Por toda la provincia disponen de sus propios bares, clubes, asociaciones, restaurantes, salas de espectáculos, supermercados y medios de comunicación. Hace más de un siglo que el Reino Unido abandera una serie de comportamientos que definimos como civilizados. Por ejemplo, una comunidad pequeña en nuestra provincia respecto al número de habitantes autóctonos sustenta más de cuatro periódicos, junto con varias emisoras de radio. Son muy conscientes del valor de la información y la opinión sobre lo que sucede junto a ellos, o en su país de origen. De hecho, en varios pueblos de nuestra provincia, la librería inglesa es la única que existe; en estos establecimientos, además, podemos encontrar informes sobre arquitectura andaluza o flora mediterránea que demuestran el interés secular de estos viajeros por el lugar en el que aterrizan. Sólo hay que releer la obra George Borrow, evangelizador luterano de España, o del ya casi olvidado Gerald Brenan, por citar dos ejemplares fotógrafos por escrito de la sociedad española de los últimos siglos. Más de una blanca casa tradicional se ha librado de una fachada tapiada por colores estridentes bajo teja azul, u oculta por solería de nuevo rico, sólo porque fue adquirida por unos ciudadanos británicos que han hecho del respeto cultural una de sus señas identitarias. Aprender idiomas enseña las virtudes ajenas e inclina la mirada sobre los propios defectos. Las cejas se alzan porque imploran la piedad gramatical del oyente.