Este verano se está comportando bien con nuestra Málaga. No agrede con los terrales, que por mí se pueden quedar en su pueblo, y ha llamado a un número de visitantes que, así, a ojo, parece que nos va a dar la misma alegría que la que aterrizó con aquella turista un millón. Todo despega, por continuar con la imaginería aeronáutica, salvo el empleo. O por continuar con las semejanzas con las que inicié la columna, la contratación no se está comportando bien con nuestra Málaga. Agrede con la economía sumergida y, así a ojo, parece que no nos va a dar las alegrías que se esperaban. Un año excepcional para el turismo significa un altavoz de primer orden que pregone tanto la mala como la buena fama de nuestro nombre. Los romanos, inventores de la antropología antes de que existiera, representaban con mayores alas a la mala fama que a la buena. De hecho, sabían que era mucho más rápida. No parece que nos hayamos dado cuenta, así en colectivo, de que la imagen en el mundo actual lo es todo. La mala imagen se tatúa con tinta indeleble y corre a la velocidad de Internet. Málaga ha tenido suerte en su lucha contra destinos turísticos que podrían derrotarla con cierta facilidad. Dejemos el ombligo malaguita para mirarlo en otro momento. Como todo nuestro entorno, Málaga no es barata y la disminución de precios tiene un umbral inferior que no se podría rebasar sin caer en la esclavitud, en la auto-explotación o en una pérdida de beneficios absoluta. El único as en la manga que diferenciaría la partida a nuestro favor, sería la calidad de todos los servicios que se dispensen al viajero que acuda a nuestras playas en busca de descanso, diversión y buenos recuerdos, lo que transporta al final a cada humano desde el sillón de su casa hasta una incierta tumbona allá a lo lejos. Para estar igual o peor se queda uno en su casa. Aquella turista un millón juzgó que le compensaba la relación entre lo que le costaba venir aquí y lo que recibía a cambio y apareció la dos y la tres millones.
No es hotel todo lo que el viajero pisa. También existen los supermercados, las tiendas especializadas, los bares y sus terrazas, las gasolineras y todo ese escenario que necesitamos recorrer cada día. El hecho de estar vivo exige algo, así escrito en verso de once sílabas. Sí. Pagar. El abono de la cuenta se realiza con más o menos ganas según lo traten a uno en esos sitios donde al final de la representación hay que sacar la cartera. Por ejemplo, me siento y el camarero es de esos que sabe llevar la mirada hacia el suelo para que nadie le pueda hacer una seña porque está solo para todo el negocio. Mal. Me siento y llega un camarero que sirve con rapidez, me apetece otra copa y me la trae y pido la nota y puedo abandonar, aquí tiene, señor, el local en un par de minutos. Muy bien. Paro en un súper en Playamar o en la Alameda de Colón y sólo tienen a dos cajeras en la línea de cuatro cajas porque no hay más personal disponible. Muy mal. Son fastidios que, dosificados a lo largo de una existencia malacitana, se pueden sobrellevar con más o menos resignación. Otra cosa es que alguien acuda como turista cuatro millones para echar aquí dos semanas porque no pudo ir a las pirámides de Egipto ni al SPA tunecino, por ejemplo, y esos días se transformen en quince latigazos de establecimiento en establecimiento. Málaga tiene unas 13000 personas en empleo sumergido que no van a ofrecer una sonrisa ni al turista ni al nacional. No tienen motivos para reír. Mal. A pesar de las leyes laborales que diseñan contratos y despidos a medida, los empresarios están siendo muy cicateros con el número de trabajadores que incorporan a sus negocios, lo que repercute en una imagen colectiva en rima con negativa, por la pésima atención que el consumidor recibe en cada uno de los locales donde tiene que padecer un servicio. Muy mal. Dentro de algún tiempo se escribirá de la crisis turística y la competencia de los destinos emergentes. Ya se habló. Y parece que no sirvió para nada.