Como los piojos a las escuelas, los problemas con Gibraltar siempre vuelven. Un fastidio crónico para titulares que, en realidad, afecta a menos personas que las que, en ocasiones, son desalojadas en cualquier gran incendio de agosto. Pero hace feo entre la basura noticiosa cotidiana esa bolsa de perecederos caducados que dibuja el Peñón. Ya puse por escrito que Gibraltar delimita un termómetro sociológico. El día que los gibraltareños soliciten pasaporte con el escudo de España es que el país marcha bien de verdad. Hasta hoy mola más el león y el unicornio estampados sobre la cubierta, que las columnas de Hércules a pesar de que esa montaña alce una de ellas. Los diferentes gobiernos desde la mitad del siglo XX han tomado sus medidas. Franco se dejaba florear el oído por los filo-nazis con que los alemanes nos resolverían el problema y los falangistas preparaban acciones contra aquella fortificación que conquistarían a base de zarzuelas, misas, chorizo y pedradas. El espíritu del ibérico. Franco como buen gallego callaba y hacía gestos imprecisos con la cabeza. Los tiempos tampoco cambian tanto. Sobre todo era militar y ya tenía calculado que los nazis sin petróleo y contra tanta gente no tenían posibilidad ninguna de victoria, por más que su cuñado le diera la murga con lo de la tecnología alemana. Envió al Duque de Alba a Londres como embajador, primo de Churchill, cerró la valla para que se notara que aquí mandaba él y poco más. Sin embargo, los gobiernos de la democracia no encajan esta pieza en un rompecabezas donde tampoco han sabido unificar las distintas desarticulaciones y desigualdades de España, o de la Península si se quiere, excepto en himnos y lemas. La derecha democrática siguió coreando un discurso vacío respecto a los desencajes y desafecciones territoriales, Gibraltar incluido, y la izquierda española, plagada de nostálgicos de Quilapayún y seudo-intelectuales que fingían leer a los franceses sesenteros, nunca ha tenido una idea clara sobre la nación, la patria, el Estado, este país o España. Ahí están los socialistas catalanes y extremeños como muestra, y las preguntas de Alfonso Guerra sobre quién gobierna aquí.
Los británicos son gente curiosa de quienes deberíamos de aprender algo. La preparación intelectual de su clase dirigente es altísima y muy especializada si se compara con la masa de políticos españoles y ahí queda la perla de Susana Díaz, por ejemplo, con un currículo que no le vale sino para política. Luego, alguien de esa ignorancia tiene que lidiar en negociación con alguien educado en cualquier universidad británica y americana para servidor público y con buenas notas. Así, los británicos han conseguido que se queden dentro de la corona Gibraltar, Isla de Man, Islas Jersey, las Malvinas y los muchos territorios de la Commonwealth. A los dirigentes españoles sólo les queda embestir. Gibraltar es casi un problema sexual. Si uno quiere atraer a la chica que te ha dicho que no, lo peor que puede hacer es esperarla con flores a la puerta del trabajo y que te vea todos los días cuando sale de casa o cuando llega al bar con los amigos. Y mucho menos darle mala fama o intentar fastidiarle la vida. Si ha dicho que no, y las relaciones tienen que seguir siendo próximas, lo único que uno puede hacer es mostrar las virtudes que tenga, procurar que se sienta cómoda en la cercanía y que en algún momento podáis tomar una cerveza o te pida un favor que, por supuesto, harás de mil amores sin dejarle flores ni notitas sobre la mesa. Y nada de pincharle las ruedas del coche. Los gibraltareños reciben becas para ir a Londres, en lugar de Madrid, Sevilla o Málaga, y disfrutan de unas ventajas fiscales en territorio británico que aquí no tienen y, además, cobran sus seguros sociales, superiores a los nuestros por más que cacareemos lo de la magnífica sanidad pública española. Un problema de analfabetismo político enquistado. Un problema de torpeza para seducir. Un test de la hispanidad que no se aprueba con amenazas.