Arrecian los debates sobre la presión fiscal que sufrimos los españoles. El ciudadano, además de comportarse como un prestidigitador para que la moneda nuestra de cada día permanezca oculta frente a depredadores y tentaciones que impiden su llegada al final del mes, tiene que charlar en esas tabernas de cuestiones macro-económicas como quien enuncia ante el respetable sus secretos para la paella o cómo se hace una buena porra antequerana. El español está obligado a saber más que otro europeo de múltiples temas. Si uno quiere quedar como hombre de mundo no puede esquivar en cualquier reunión el debate sobre fútbol, toros, flamenco, vinos, el Papa, comida, políticos y autonomías. Demasiados tronos sobre las espaldas. Así, quien más y quien menos ya domina los pormenores de la prima de riesgo durante los últimos meses, se acuesta con el índice bursátil en el bolsillo del pijama esperando el cierre del Dow Jones o la apertura de Tokyo, y habla con soltura de la curva de Laffer, esto es, la representación gráfica de lo que consigue un Estado cuando aprieta el nudo del cuello a los contribuyentes más allá de un punto. Asfixia. El Estado fracasa cuando alcanza unas dimensiones tales que exigen todo el dinero disponible. Reagan impulsó la llamada “Gerra de las Galaxias” porque sus economistas militares observaron que los soviéticos no podrían afrontar esas inversiones sin quitar la comida y la vodka a la población. Un farol trilero que borró la URSS. A partir de ahí los regímenes comunistas y no pocos rojos occidentales cayeron en la cuenta de que las cosas cuestan dinero y al final hay que pagarlas. Los nazis prometieron una sociedad del bienestar y luego calcularon que tendrían que esclavizar al resto de Europa para que alguien abonase las facturas de las vacaciones, los odontólogos, las residencias de ancianos y los tientes rubios de la raza superior.
Pedid y se os dará, dijo Cristo. Él hacía milagros como la multiplicación de los panes y los peces que, sin duda, arruinaron aquel día las ventas de los comerciantes del lugar. Aquellos mercaderes junto con los leprólogos, ortopédicos y oftalmólogos de la zona recaudaron las monedas con las que alguien pagó a Judas para que señalase al Mesías. Uno de los sobornos más estúpidos de la historia de la corrupción humana; todo el mundo se conocía por aquellos pedregales. Sin duda, el precio que alcanzaron los alimentos antes regalados, junto con el del vino, tras la crucifixión del nazareno, incitaron a Judas al suicidio con aquellas monedas en el bolsillo que por efecto de la inflación brutal e inmediata no valían nada. Los caminos del Señor son impredecibles pero siempre conllevan algún peaje. Hasta vender el alma al diablo acaba siendo una ruina para el que firma la entrega. Cuando el pobre come merluza uno de los dos está malo, sentencia el dicho. Los bancos ofrecían hipotecas al común de los mortales como Jesús daba peces. Pero el diablo siempre busca dividendos. Ahora los obtiene en forma de préstamos internacionales para que España pueda continuar arrastrándose por esta escombrera en la que se ha convertido después de tanta alegría con los panes y peces, e hipertrofia de un Estado que necesita recaudar y recaudar de unas carteras cada vez más vacías que reclaman mayor protección a un Estado que para darla necesita recaudar y recaudar. Como ayer explicaba González de Lara en este periódico, una bajada de los impuestos crearía empleo. Los ingresos que este año conseguirá Málaga por turismo se reducirán a pesar del aumento en el número de visitantes a nuestras playas. Vuelta al bocadillo con chope o foagrá y a la magnífica agua del grifo que a los malagueños nos cuesta un pastón mediante tasas municipales. Caída desde la cama balinesa y el champán, hasta la toalla, la arena y los niños de al lado salpicando agua, como metáfora estival del tropiezo de la sociedad española que, en conjunto, no se enteró, ni se entera, de que en esta vida todo cuesta algo y, además, se paga.