Si España fuese un bar tendría poca clientela. Pésima relación calidad-precio. Bruselas y Berlín quieren crucificarnos con más impuestos. Durante la dictadura franquista los españoles pagábamos contribuciones; en democracia, impuestos, así, sin tintes de voluntariedad. La teoría de los impuestos se basa en que el Estado tiene que funcionar para ofrecer servicios a esos ciudadanos que pagan cuando toman el primer vaso de agua de la mañana, cuando encienden la luz del pasillo camino del retrete, o cuando usan papel higiénico. Y el día no ha hecho más que comenzar. Hasta por morirse paga uno. Así se reparte la riqueza según dicen. Y hasta cierto punto es verdad, y hasta cierto punto es mentira. Para que el Estado entregue un solo euro necesita un par de funcionarios, una oficina, un jefe o dos, que con su firma sancionen la entrega, conserje y limpiadora, además de algún enlace sindical con horas liberadas. Es decir, para que algún organismo público subvencione un solo euro necesita gastar mucho más de cien mil. Escrito así es demagógico. La solución aplicada para ese efecto consiste en que, en lugar de ese euro, la cosa pública reparta un millón y entonces sí se hace rentable, pero hay que aumentar la plantilla administrativa para que controle cada trámite de modo más efectivo. La maquinaria estatal necesita una cantidad ingente de recursos por su propia naturaleza. Los diferentes gobiernos le han permitido engordar hasta unos límites insanos que la hacen difícilmente sostenible si los impuestos no aumentan. Después de morirse uno y abonar su correspondiente IVA por ataúd y paletadas de tierra, si queda algo en el banco del ahorro por el que el finado ya tributó, o deja en este mundo un pisito por que el difunto ya pagó tasas y gastos notariales, los herederos vuelven a pagar el impuestos de sucesiones para seguir manteniendo una administración que se ha convertido en destructora de papel moneda. Jesucristo habría pagado por el uso de la cruz y los apóstoles por quedarse con la corona de espinas.
La administración franquista era mínima y se financiaba casi mediante pólizas. La administración democrática necesita ya casi el asalto a mano armada al ciudadano para poder subsistir. Un pulpo con tentáculos convertidos en ayuntamientos, mancomunidades, diputaciones, autonomías, gobierno nacional y europeo. Sólo el gasto en conserjes o en consejeros, pongo por caso, de este laberinto de pasillos y pasadizos de oficinas debe de ser una suma brutal. Quienes tienen que reorganizar este desbarajuste entre gastos e ingresos y eliminar duplicidades o triplicidades son los mismos gobernantes que jamás tomarán una decisión contra sus intereses. Cada uno de esos escalones de gobierno supone un comedero más de líderes políticos y sindicales a los que el ciudadano difícilmente verá volver a su puesto de trabajo, si es que alguna vez lo tuvieron. El monstruo en que se ha convertido la administración ha crecido porque a cada reyezuelo le ha interesado guardarse una parcela, lo mismo que en la Edad Media, cada señorito se buscaba un ejército propio. Y así estamos. Los ciudadanos fritos a impuestos hasta para tomarse una cerveza que refresque los latigazos impuestos a lo largo de la jornada. Cada niño llega con un pan bajo el brazo, IVA incluido. El Estado está subiendo sus imposiciones y el Ayuntamiento hace lo mismo con sus recaudaciones, así en rima. El alcalde dispone de numerosos organismos municipales de su invento que dan de comer, y con generosidad, a sus amigos. Igual modo de proceder ha tenido siempre la Diputación y no va a cambiar con la llegada de Bendodo. Los socialistas, o los neo-comunistas, tienen que callar porque fotocopian cargos en la Junta, o en los pueblos que gestionan. Un problema sin solución ante la amenaza del paro para tanta criatura que ha estado sellando durante años el carné del partido a modo de inversión en futuros. En algún momento habrá que definir cuántas patas tiene este pulpo y para qué sirven; sobre todo, habrá qué saber cuántas patas necesita para que no se nos muera por hambre y obesidad a un mismo tiempo.