Cuando yo era pequeño uno se santiguaba antes de salir a la calle. Cruz en la frente, cruz desde la cabeza al ombligo. En la gramola de algún bar al paso se oían ritmos de flamenco pop con guitarras eléctricas y organillos. Y me tocó, me tocó perder, y me tocó, me tocó sufrir. Un concepto tremebundo de la existencia corría por las aceras sin baldosas. Era fácil ver, en aquellos tiempos, quizás en aquellos barrios, jaurías de perros que olisqueaban entre la basura. Los sorteos de la lotería, los cupones y la “rápida” retransmitían alguna esperanza frente a tanto tedio. Mañana se celebrarán al unísono la muerte de Shakespeare y Cervantes. También la muerte tiene esos golpes de gracia. Cervantes escribió sus grandes personajes marcados por el signo de los astros inamovibles y, tal vez, ese fatalismo se haya convertido en insignia de la sociedad española que aflora, como el Guadiana, cada cierto tiempo. Es fácil rastrear los surcos del destino en una tierra de sequías tan largas como sus inundaciones. Cinco siglos después del caballero de la Mancha, por hacer cuentas tan redondas como el retorno, los españoles hemos vuelto a la fatalidad, igual que Don Quijote a su casa. Una sociedad en ruina que mira al cielo y maldice el pan que no llueve. Y me tocó, me tocó perder, y me tocó, me tocó. La muerte tiene sus golpes y la vida ibérica los suyos, que son peores. No necesita balas en el cargador. Tiene buena puntería y una visión fatalista de la existencia. Buena parte de nuestra sociedad corrió tras el pan para hoy de la albañilería como si el destino nos hubiese bendecido con el don de la eterna riqueza porque sí, porque me tocó, me tocó ganar. Las sucursales de los bancos se lanzaron hacia la oferta de préstamos por casas a las que su misma alegría prestataria aumentaba el precio cada mes. Un negocio que, en busca de comisiones para sus directivos, entregaba hipotecas por una cuantía mayor que la del inmueble. Se incluían coche, mobiliario, perrito de buena familia y viaje a Cancún, sueño de hipotecados.
Las muchas administraciones, responsables de los destinos de su pueblo, aspiraron aires de época, si no de otras sustancias, y se sintieron los Reyes Magos de los gobernados y, sobre todo, mediante una caridad bien entendida, de sí mismas. Unas con métodos más o menos próximos a ley y orden, y otras con la podredumbre por montera. Emblema patrio durante más de una década. Ulises tuvo que atarse al mástil y tapar los oídos de sus marineros para que los cánticos las sirenas no condujeran su nave y su destino a la destrucción. Una buena parte del pueblo español dirigió sus naves hacia aquellas dulces voces de los préstamos bancarios y otras ofertas de rentabilidad, sin ningún timonel que la protegiera mediante ley. Ahora, un discurso populista busca culpables del naufragio e incluso responsabilidades de esta derrota más allá de las fronteras. El despectivismo nacional catalán descubrió al sur del Ebro la fuente de sus desgracias. Es fácil obtener aplausos cuando se dirige el índice hacia conceptos grandilocuentes como la banca, el capital o los políticos así a bulto. Incluso los consiguen quienes jalean el linchamiento público y tercermundista de corruptos como la Pantoja, Urdangarín o el Cachuli. Ahora la quema de brujas se trasladará hacia el domicilio de los empresarios, advierten quienes organizan esas algaradas semejantes a aquellos motines decimonónicos contra los afrancesados. Quizás sería más sensato y efectivo el estudio de la jurisprudencia. El pueblo no se equivoca salvo cuando firma, por lo visto. Durante una década, cientos de miles de jóvenes marcharon hacia los tajos, donde tocó ganar. Las balas de la vida han hecho su daño. Sin dinero en los bancos, ni en las arcas públicas, ni en la cartera, parte del pueblo busca por todas partes a quienes estrellaron la nave. Nunca vi a partido, sindicato o asociación pedir que se detuviera tanta locura. Tampoco, que nadie se persignara antes de entrar en el notario. Las madres nos enseñaban a mirar dos veces cuando uno iba a cruzar la calle. Los pueblos que no recuerdan ni reconocen sus errores están abocados a cantar por las esquinas las coplas de la fatalidad. Y me tocó, y me tocó.