La muerte de cualquier niño arrastra un plus de tristeza. Un futuro que sólo será dolor presente y perpetuo en la casa de sus padres. Una alteración inaceptable de ese orden natural que dispone el entierro de una generación por la mano de sus descendientes. Si esa muerte es causada por la cabalgata de los Reyes Magos, como sucedió en Málaga el pasado viernes, la ironía de un suceso así y en tal fiesta se vuelve la pura imagen de la crueldad. Todos recordamos la emoción de la leve lucha por esos caramelos que sus majestades mágicas arrojaban al paso. El de mejores reflejos ganaba la partida. Sería imposible saber cuántas veces ni cuántos niños han estado en igual peligro que el pequeño Miguel en cada desfile. Como padre empecé a considerar esta algarada con otros tintes y tonos. Mucho ha tardado en llegar este accidente que tanto nos cubre de luto, o en negativo, suerte es que no haya sucedido antes. La diferencia entre el tercer mundo y el desarrollado radica en la organización que a su vez se basa en el capital del que una sociedad disponga. El mismo terremoto causa en Japón un susto y en Haití, una catástrofe. La vida carga sola el revólver con el que siempre apunta, pero hay sitios donde además le regalan munición. Es momento de considerar si este acto festivo se está organizando todo lo bien que se podría. Las banderas a media asta no se pueden convertir en armas políticas arrojadizas sino en motivo para la investigación y la reflexión serena. Esa lluvia de caramelos hacia la que niños y mayores se lanzan como desesperados retrae hacia una estampa de aquella España gris, pobre y hambrienta que se ha perpetuado en el modo de celebración de algunas fiestas, en estos tiempos, fuera de los modales y seguridad que debe exhibir un país que se supone desarrollado. No seré el único padre que ha visto paraguas vueltos del revés para capturar caramelos y a la vez algún ojo del vecino con la punta de las varillas. Tampoco creo que sea el único en haber contemplado pandillas de niños que, andando a la par que los camiones de la cabalgata, sin padres ni mayores que los acompañaran, se arrojaban como halcones hacia el mínimo dulce que rozara el suelo. Bajo el brazo, varios kilos de caramelos recolectados con desprecio de la civilidad y con menosprecio de ese peligro que siempre han representado las carrozas, y que se ha revelado de forma incontestable hace dos días.
Algunos hábitos de esta ciudad se han quedado al margen de este siglo. Las carrozas del desfile tienen que disponer de defensas más eficaces que impidan la caída del peatón bajo sus ruedas. Ni los policías, ni los voluntarios que rodean cada tractor podrían controlar una avalancha de críos que perciben el juego, pero no el riesgo, en sus actos. La delegación de educación de la Junta en Málaga prohibió que el alumnado comiese frutos secos durante las actividades que en las escuelas se realizan para recibir al otoño. Cabe la posibilidad de una asfixia y nadie dispone de un ángel de la guarda por cada crío. Si no recuerdo mal, fue Antonio Garrido, como Concejal de cultura, quien prohibió que los caballos trotaran las calles del Centro abarrotadas por los viandantes en feria. Nadie murió, pero sí se producían con cierta frecuencia episodios con caballos nerviosos y jinetes inexpertos o borrachos. Hoy las actividades equinas en el Real son un ejemplo estético y de organización. La cabalgata de reyes tiene que ser reformada y adaptada a los módulos de civilidad que la sociedad demanda. Esa imagen de niños en tromba a la disputa por un caramelo ante las ruedas de un camión es propia de otras épocas. Si los reyes magos lanzaran confeti y guirnaldas, además de objetos inocuos para los ojos y rostro de los espectadores, no incitarían a los desórdenes que ahora se contemplan y la seguridad durante la comitiva podría centrarse en otros elementos. Si el desfile se vallara, los problemas frente a una emergencia entre la multitud podrían resultar una tragedia. Ya digo que se hace necesaria una planificación calmada. Desde estas líneas doy mi pésame a la familia de Miguel.