Parece que retornan algunas tendencias de los años setenta, década de la que no creo que nadie sea capaz de mostrar una foto sin sentir un profundo rubor ante el corte de aquellos pantalones, cuellos de camisa, ropa ajustada y pelo a lo desaforado, concepto que incluía al pelo del bigote. Eran feos los colores de la Polaroid y eran feos los colores que capturaba por su objetivo. Parece, sin embargo, que España guarda algún vínculo umbilical intacto con aquella década de estética horrorosa y de no mucha mejor ética. Para mí ningún tiempo pasado fue mejor salvo en los versos de Jorge Manrique. El Caudillo moría y el Estado se desmoronaba al ritmo de su marcapasos. Las fábricas caían empujadas por un sistema productivo tan obsoleto como artrítico. Los generales de Franco abandonaron el Sáhara a su suerte y España comprobó su cadencia tercermundista ante un país del tercer mundo. El terrorismo hacía clamar la vuelta del gobierno de los sables de un ejército y una policía eficaces sólo frente a la propia sociedad que pagaba a modo de extorsión sus sueldos. Todo aquello se superó y de pronto regresan como memorias de la crónica negra de nuestra España ciertos aires de los setenta. El caso Noos, así sin tilde, cuestiona la propia institución monárquica. La policía en Valencia habla del enemigo y pega a un enemigo de dieciséis años con porras y discursos volanderos desde la nostalgia del régimen. Las sotanas comienzan a revolverse como palomas que comprueban el cielo despejado para iniciar su rumbo. Vuelta al aborto como crimen, a la homosexualidad como estigma, inversión y contra-natura, y como puedan nos vemos con el catecismo en los pupitres. Mañana se celebra el día de Andalucía, al tiempo que por partes de algunos voceros de la España imperial se desprestigia el sistema autonómico, pero no sólo como un elemento de doble o triple gasto que necesita reparaciones profundas, sino porque corretea la costumbre de poner en duda todo lo que la sociedad moderna española ha conseguido con tanto esfuerzo, incluso sangre, desde que se borraron aquellos años setenta de tan infausta memoria.
Como creo que muchos españoles, me defino antes como juancarlista que como monárquico. El caso Noos ha servido en bandeja de plata la excusa a cierta izquierda que se considera a sí misma progresista aunque ande anclada en el marxismo decimonónico, para que vocifere en contra del sistema monárquico. Arrecian de nuevo las banderas republicanas en manifestaciones por ejemplo contra el cierre de una empresa, o contra un desahucio, lo que tiene el mismo sentido que la bandera española en un partido de fútbol entre el Antequera y el Loja, por poner algo. El problema fundamental de cualquier ideología es el apriorismo, esto es, algo está bien o mal, de antemano y sin reflexión previa o comprobación de datos. Antes de hablar de república, habría que hablar de qué tipo de república y si alguien contesta que república presidencialista a la francesa, que piense en su presidente de gobierno más odiado y lo vea como monarca absoluto aunque elegido. Si alguien considera mejor una presidencia de república simbólica a la alemana o italiana, que explique las ventajas frente a la monarquía que ahora tenemos. Los límites de las actuaciones de todos los españoles los debe marcar el poder judicial. Ya hemos visto a un juez ante los propios jueces, ya hemos visto banqueros en la cárcel y grandes empresarios y ahora estamos viendo a un miembro de la familia real que ha hecho el paseíllo en el juzgado. Sin embargo, lo que en cualquier otra sociedad constituye la prueba de que sus instituciones funcionan y controlan la natural propensión de algunos humanos por acaparar poder y riqueza, aquí lo vemos como signos de podredumbre que para unos invocan la necesidad de la vuelta al año 30, para otros al 36 y de nuevo, aparecen discursos y actuaciones que se creían enterradas. Con lo mal que quedaban aquellos pantalones, aquellos bigotes y cuellos y aquellos discursos de los que me ya había olvidado, además de los terribles cantautores que padecimos.