Tabaco

3 Ene

El sábado a las 23.00 h. un camarero en Fuengirola me preguntó cuándo entraba en vigor la nueva ley sobre el consumo de tabaco. Le contesté que en una hora y le sugerí, sin que yo me inmiscuya en el negocio de nadie, que quitara los ceniceros. Gran parte de los europeos ya están acostumbrados a que no se fume en locales públicos, y los españoles, que no somos menos educados, cuando no ven ceniceros preguntan si allí se puede o no fumar. Yo no soy fumador. Aunque algunas temporadas haya fumado, nunca me gustó; de hecho, fumaba en compañía, cuando las copas con los amigos y luego me arrepentía cada mañana, como buen pecador. El castigo me llegó del cielo en forma de neumonía y aseguro a mis lectores que cuarenta y tres grados de fiebre, en mí que marco siempre treinta y cinco y medio, disuaden de cualquier otra auto-agresión contra mis pulmones. Pero soy escritor y amante de todas las artes, incluida la de relacionarse con el prójimo o la prójima como consigo mismo, y no puedo esquivar una cierta contradicción que me empuja a detestar y ensalzar al tabaco. He explicado que no soy fumador y que nunca me agradó; lo repito para que no me secuestre la policía sanitaria, concepto redundante, y me conduzca obligado a una terapia de desintoxicación. Pero es que el tabaco lleva en sí tanta estética, tanta leyenda que con frecuencia el usuario siente hacia él la misma repulsión atractiva que por esas mujeres –u hombres- canallas, que enganchan con su aura diabólica y conducen a la ruina, pero qué ruina más gozosa en el fondo. El tabaco llegó desde América y doblegó a la humanidad porque es demasiado humano. Y repito que no hago un elogio. Pero es tan difícil no dejarse llevar por sus volutas de humo poéticas; es tan complejo borrar de la memoria las miles de escenas cinematográficas o teatrales en las que una simple mirada tras la cortina blanca de su exhalación lo decía todo. ¿Qué hubiera sido del arte sin el tabaco? se preguntó la revista malagueña Litoral en un monográfico dedicado a este tema.

La ley es razonable y se debe cumplir. Puestos en el otro lado de la trinchera, no ideológica sino vital, todos hemos sido agredidos por un tipo que, por ejemplo, mientras comíamos en el restaurante encendía un puro al lado sin miramientos, que para mí representa el mismo grado de salvajismo que si yo le suelto mis gases internos en el preciso instante en que vaya a aspirar el aroma del filete; a mí mis hedores no me molestan, pero no creo que digan nada bueno sobre la educación de nadie, ni una actitud ni otra. El tabaco alberga un poder adictivo que anula en muchas ocasiones las más elementales normas de convivencia. Cuando alguien paseaba un bebé, hasta hace muy poco, apenas podía entrar en bares donde la clientela se auto-reprimiera un poquito con el humo, y decir algo a alguien equivalía a una bronca. Como aquella campanilla de los perros de Paulov, el tabaco está asociado a alegría, encuentro con amigos, copas, risas, pero luego con idéntico poder hipnótico de campanilla se asocia con cualquier situación. Relaja porque su consumo elimina el síndrome de abstinencia en el fumador, que es lo mismo que decir que cualquier otra sustancia es calmante porque el sistema nervioso se calma cuando se suministra al cuerpo. Todo esto lo sabemos y las leyes se deben cumplir y ruego que así sea. ¿Pero quién no ha abordado a una chica en el bar con la excusa de que le dé fuego y esa llama condujo a otros incendios? ¿Cómo se elimina mediante un código una actitud estética y social cultivada durante siglos? Yo lo único que tengo que hacer para convencerme de la ventaja de que nadie fume en lugares cerrados es oler mi ropa después de la noche. Otra ventaja de esta ley será que la zona fumadora de la puerta se convertirá en una especie de fiesta B siempre más divertida que la interior. Un mundo de nuevas estrategias de ligoteo se aproxima, habrá que tener el paquete (de tabaco) preparado y en alerta los sentidos.

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