Cuando casi se cierran las páginas de nuestro periódico, llega la noticia. Mal otoño para los poetas. Hace días nos dejó Carlos Edmundo; ahora, Alfonso Canales. Un hombre metódico y a su modo anacoreta, discreto hasta para morirse. Alfonso se marcha con todos los honores y dignidades en su maleta de versos y de amplísima cultura y, sin embargo, escribo estas palabras con la sensación de que aún Málaga debería haberlo reivindicado más, un poco más. Pero no. En parte lo impidió su forma de entender la existencia, con anécdotas cercanas a aquel Kant que a diario cruzaba los umbrales de sus aulas a igual golpe de reloj.
Pasé junto a Alfonso y su esposa varios días en Ronda con motivo de un homenaje a Rilke. Me emocioné cuando lo oí recitar su poema La Teja y luego el largo Aminadab. Versos de sílaba metódica que él acompasaba como metrónomo con leves golpes, como para que el ritmo de su pasión lo acompañara, como para que el diapasón lo orientase no sólo en ese momento sino en todos. Alfonso acudía a cualquier acto público, los suyos incluidos, siempre que aconteciera dentro de los momentos en que él toleraba esos inconvenientes, si no, tampoco ambicionaba ningún aplauso humano. Alfonso había encontrado la senda de los sabios, al borde mismo de los pasillos de su casa, en su cuarto aislado del exterior, en su madrugar para leer, en la siesta tras la comida de las dos en punto y su trabajo hasta la hora de acostarse, también temprano porque comprendía ese horario poco habitual como un paradójico espacio de soledad. De todo ese vivir íntimo y alejado, aunque en mitad de los hombres, surgieron sus poemas donde la pregunta última era la relación del ser humano con su propio deambular. Durante aquellas charlas en Ronda me dijo que tal vez la resurrección de los muertos, que tantas veces había rezado en el Credo, tuviera incluso una explicación científica en la eterna expansión y contracción del Universo y ahí encontraba él uno de los anclajes de su fe. Nos queda su obra, su enseñanza de silencio. A estas horas, en este cierre triste para la poesía española, para Málaga, estaría durmiendo ya cercano a su pronta madrugada y quienes él consideraba sus mejores amigos, los libros a los que nunca permitía que abandonaran la biblioteca.