Primer lunes tras el primer domingo de julio. El verano llega inevitable y uno lo recibe según sus años. El verano casi es una cuestión de edad y además joven, al menos, en espíritu. El verano significa desorden y arena en rincones inexplicables de la casa y del ánimo. Sé que soy muy mayor porque hace años que me molestan estos meses invasores de mi intimidad, igual que si un conocido lejano se alojase en mi casa y usurpara mi sillón favorito. Añoro el largo invierno (lo que aquí comprendemos como inverno) con su vocación de método y hasta de metrónomo que me permite, sin embargo, un ritmo ajeno a todo compás cuando yo me lo imponga. En Málaga vivimos del verano y habrá que saludarlo como al benefactor que permite descensos en el paro –algunos miles así a bote pronto- y el aterrizaje de billetes desde más allá del Guadalhorce. El desorden de los foráneos ordena nuestra existencia. Una Costa que respira a contrapié de otras ciudades. Málaga no se despuebla ni permite así a sus incondicionales el disfrute de locales medio vacíos, ni de museos que se abren a la curiosidad del vecino, quien ahora busca entre su soledad amarilla de estío unos minutos para encontrarse con lo que tenía, como quien revisa el fondo de sus armarios y con ello calma las horas. Málaga se oculta desde hoy para los malagueños. Y que así sea, y mucho, tendremos que escribir. La Junta urdirá campañas para que arriben aquí indecisos de última hora. Un aeropuerto de primera hacia donde apunten las brújulas náufragas, con espetos, luz y salitre como imanes. Una estación marítima con los brazos abiertos como un amor de alquiler. Alta velocidad sobre los raíles. Carreteras colapsadas. Cada viajero disimula en su maleta la idea imprecisa de una felicidad ahumada por perfume ambiente a protector solar, y a orquestina de bailables en hoteles donde atardece entre un runrún de idiomas lejanos con rosa subido en las mejillas. Euro a euro, sobre las barras de los bares queda el sustento de muchísimas familias malagueñas que hacen posible el desorden de los demás.
No quiso el destino otras fuentes monetarias para nuestra Málaga; no sé, minas de diamantes o de oro, que eso debe dar mucho dinero y poca muchedumbre. Playas casi vacías adonde acudieran pocos turistas, aunque de gran lujo, de esos que dos exigen tantos servicios como doscientos de viaje en oferta. Restaurantes con muchas estrellas y camarero uniformado tras cada silla. Tal vez, casinos y banca al modo suizo, como en Mónaco donde la policía viste guante blanco, homenaje a la procedencia de los fondos que manejan sus ciudadanos. En fin, cruceros para veinte o treinta pasajeros que se bañasen en cava vertido por grifos de oro. Un tren lento, con leyenda de transiberiano. Lo que hay es lo que hay. Con chanclas y a lo loco. Y como ya he dicho, que no falte. Perderemos nuestras calles y nuestras orillas hasta el dulce invierno, igual que quien muda su hogar en hostalito de temporada. Summer in the City. Será que entro en una edad peligrosa no sólo para cualquier exceso, y ya necesito un orden que yo desordene y no un desorden que me tumbe contra el rebalaje cuando las olas se alzan contundentes, como estos desbarajustes que el verano malagueño sirve en sus daiquiris, esperado como ese conocido que se aloja en casa y que por un tiempo pagará desayunos y aperitivos, aunque secuestre el mando de la tele y el sillón.