En su mirada, el dulce entorno de quien acostumbra a escudriñar la lontananza de aquellos llanos del centro de Andalucía, junto con la bondad de quien siempre se supo empapado de la tierra a la que quiso con la voluntad de un andariego insomne que buscara los trazos del amor en cada roca, entre la sierra donde el sol desnuda su arco iris, cuando las sílabas que musita el viento por los jarales o tras el perfume con que la adelfa humedece la noche. Sobre su retina, el azul del tiempo remansado igual a los arroyos que por mar tienen a la pradera; desbrozó la senda por donde los sabios del mundo fueron y se mostró siempre esquivo a los oropeles de la fama y sus engaños de espuma vacía; prefirió el cuño indeleble que el prestigio otorga a quienes los lectores descubren entre el silencio de los anaqueles.
Gota a gota, su ancho nevero de creatividad destilaba un universo propio, tan armónico e interior que sus libros se adormecieron en la paz de los estantes hasta que casi el ruego de amigos los impelían hacia la imprenta para que desde esas páginas brotasen los efluvios de Antonio Machado, Salinas, Juan Ramón, T. S. Eliot, Fray Luis o Unamuno; en ellos modeló una estética que él doblegó firme hasta convertirla en suya, y una actitud ética que hoy nos lega. José Antonio, el clásico moderno, como lo llamó Dámaso Alonso nos ha iluminado el valor de la discreción, el oro que el orfebre en su taller oculto talla, esa labor solitaria e intransferible de quien cartografía un mapa de símbolos en cuanto lo rodea, igual que el timonel vislumbra corrientes sobre el espejo de un lago.
“Nadie sabe // las formas repentinas de la dicha” nos enseñó su poema. Sin embargo, su casa interior encalada, la quietud sobre el banco al fondo, ejercieron la paciencia para cuando aquella se presentase a través de cualquier sentido. Podría haberse anclado en otros bullicios capitalinos, pasarelas cosmopolitas que transportaran sus textos y su devenir hacia los focos y el aplauso, hacia las riendas del poder incluso, pero siempre renunció. Su ya memoria se revela gigante como los montes que impregnaron su retina por ese anhelo de lo íntimo.
En esta sociedad mediática donde en apariencia triunfan las lentejuelas y los aspavientos, José Antonio, hijo, hijo, hijo, medalla, medalla, medalla, premio y más premio, cultivó la única flor perenne más allá de los rastrojos en llamas y los fríos invernales, transfiguró la sensación en palabra y así nos desveló el misterio invisible de la rosa. Se nos ha ido José Antonio Muñoz Rojas pero aquí deja su mirada sostenida entre versos, única gloria que persiguió, único galardón que orgulloso acoge el poeta.
La mirada de José Antonio Muñoz Rojas
1
Oct
realmente evocadora esta despedida al poeta. te superas por momentos.
el otro día me tuve que ir para clases y no te pude saludar.
aprovecho para saludarte ahora.