Esquelético, con la dentadura inclinada al interior, cetrino más que moreno, y los hombros arqueados hacia fuera, sazonaba poca gracia en sus conversaciones siempre sobre asuntos relacionados con el trabajo, o los últimos programas populares de televisión. Un hombre demasiado metódico para que atrajera a otra mujer excepto la que condujo a los altares. La existencia sosegada de quien tras muchos años obtiene un bolígrafo recubierto de oro, regalo de su empresa. Disfrutaba, sin embrago, con los celos que esclarecía en su esposa.
-Pues ha llegado una empleada nueva a la oficina -punzaba cuando Rosa servía la comida-. Una chica muy agradable -alzaba un bocado con gesto serio.
-¿Qué tendrás tú con esa? Porque ya es la segunda vez que me lo dices. -La señora se retiraba a buscar algo.
-Pero qué cosas tienes, Rosita mía. Eso no es cierto, yo no te he contado nada.
-Si no te acuerdas, porque no sabes ya ni lo que dices, peor para ti. Se ve que tienes asuntos en los que pensar. -Arrojaba sobre la mesa un plato de boquerones fritos.
-¿No te sientas mujer?
-No. No tengo ganas. Cenaré mañana.
Tras un par de horas, el ritual concluía con unos besitos y la frase lapidaria de Rosa: “¡No son nadie las mosquitas muertas esas!”. Rafael se sentía como un rajá arropado por la favorita de su exiguo harén.
Los humanos continuaríamos subidos a una rama en África si disfrutásemos con lo que se nos ofrece al paso de las horas. Como homenaje a los ancestros nos obligamos a explorar el más allá; que el paisaje diferencie los días. El hombre es movimiento a imagen de sus relojes. Uno dormita pacífico en el sofá y, de pronto, lo asalta la angustia porque morirá algún día y, por ejemplo, nunca fue pescador de altura. El aguijonazo, de compleja sanidad y difícil quiebro. Si la víctima realiza los delirios inducidos por esa ponzoña, permanecerá en calma durante años, incluso, toda la vida; de otro modo, se encadena preso de una alucinación crónica, sumido en el sueño de un pretérito imaginario que evoca en cada rato ocioso, atunes entre redes que nunca existieron, junto con fauces de tiburón; el paciente babeará ante el fantasma de mujeres exuberantes expuestas en esos puertos a los que nombra el prestigio de lo exótico; y, lo que es peor, flagelará a cuantos lo rodeen con narraciones sobre sus deseos imposibles en las que se exhibe un saber sobre esos temas adquirido en reportajes de revista dominical.
Rafael retozaba cuando su aguijonazo lo sentenció como cónyuge mustio preso de un matrimonio con demasiada virtud; obsesionado por el intercambio de pareja como estímulo para el deseo, convergió todas sus energías hacia una misma hazaña. Existen personas que piensan cuantas novedades les presenten; con igual criterio dilapidan horas remirando un par de calcetines de rebajas, o si aceptan un cargo superior. Su anverso se cifra en esos caracteres que comienzan con facilidad caminos de final dudoso, también reflexivos, pero incapaces de que las elecciones desplieguen ante su paso los espejismos del sendero. La ilusión ciega al relámapago. Quizás nos rodeen esos tipos calculadores de inconvenientes en proporción justa con quienes cierran los ojos ante el salto.
La compra de una cámara de fotos digital inició la aventura; los ensayos revolvieron costumbres domésticas con enseres que Rafael contemplaba desde el balcón. Una noche en que cumplía la costumbre de la cópula quincenal introdujo la máquina entre el juego.
-¿Qué te importa? Si esto no lo veremos más que nosotros, mujer.
-Que me da vergüenza, te digo.
-Venga, ponte así ¿Ves? Mira, la foto inmediata. Mira. ¿Ves?
-Pues salgo fatal, no me gusta nada.
-La borro. Ya está. Venga, Rosita, maquíllate, venga, bonita, anda ¿Qué más te da? Si lo hago para divertirnos.
Rosita arguyó después menos inconvenientes. Había sido educada por su madre en la firme creencia de que lo que un hombre busca por las esquinas lo que no encuentra en casa, cedería, pues, a los pequeños caprichos del marido cuyas veleidades se incrementaron conforme aprendía los misterios de los programas informáticos para colorear, modificar y perfeccionar las imágenes. Apenas los dos niños abandonaban la casa, Rafael prestidigitaba ante su esposa un tanga, un vestido de encaje, un disfraz de criada con encajes a la altura del pubis, un pene de goma, incluso, dos de diferente textura y tamaño. Eclosionaron las imágenes: en la cama penetrada por su marido y un juguete, en el sofá realizando una felación y pintada como una prostituta de estampa costumbrista; con medias y tres falos según voluntad del coreógrafo; en fin, las sorpresas fueron a más y la vida sexual de los Perales tomó un rumbo tan feliz como inimaginable para quien los conociera, pero el aguijonazo no cesaba su comezón.
Rafael Perales recibió un curso para empleados sobre la navegación y uso de Internet; durante aquellas clases, un compañero le aconsejó una página pornográfica gratuita; allí se exhibían, por orden alfabético de seudónimo, las fotos de parejas, tríos o señoras que enviaban los propios usuarios; además, a través de aquel pasillo se accedía a un salón virtual para quienes buscaran el intercambio de parejas, o de materiales gráficos más explícitos. Cuando las sesiones erótico-domésticas destaparon su monotonía por reiteración, a Rafael se le ocurrió encender el ordenador y descubrió ese nuevo mundo a Rosita. En contra de lo que él imaginaba, ella mostró una gran curiosidad por las modelos, los distintos enlaces y los comentarios soeces y laudatorios que los viajeros electrónicos escribían sobre las mujeres allí expuestas. Rafael condujo con disimulo la mano hasta la entrepierna de su mujer, que seguía leyendo en la pantalla como si buscara una receta para comida de aniversario; Rafael introdujo su dedo por la vagina excitada igual que cuando los primeros escarceos con la maquinaria venusina; tras unos segundos, besó su cuello y gozaron ante el ordenador con un ímpetu sorprendente para ambos. En pocos días, las fotos de Rosita espoleaban a cuanto navegante descubriera aquella página; no se ofendía por los textos sicalípticos remitidos a su correo acerca de sus pechos, su magnífico culo o la preciosidad de su pubis rapado, último hábito suyo; así lo presentaban todas las porno-divas y aficionadas que aparecían en la Red. A los cinco meses de haber iniciado este juego, Rafael le propuso que visitaran cierto bar de copas.
-¡Pero qué vergüenza! ¿Y si no sabemos qué hacer allí?
-Bueno, mujer, se trata de mirar, comprobamos si nos gusta aquello y ya está.
-¿No te importaría verme con otro?
-Yo qué sé mujer. ¡Qué preguntas haces! Una cosa es que te acostaras con alguien sin que yo lo supiera y otra, esto; es una especie de carnaval; los dos nos disfrazamos de lo que no somos. Yo te quiero, tú me quieres y los matrimonios necesitan complicidad, novedades; lo que estamos haciendo, cariño. -Rafael, como un gato meloso, mordió el hombro de Rosita a la vez que le acariciaba los pezones.- Además, ya sabes el éxito que tienes, amorcito. -Rosita se tumbó en la cama.
Tras enviar a los niños con su abuela materna, el matrimonio Perales se lanzó hacia la Costa en busca de sensaciones experimentales protegido por lencería comprada la ocasión. Rafael conducía abstraído en unos tenues espasmos estomacales originados por una mezcla de incertidumbres, miedo y excitación sexual. Llegaron al “Sirius”, en Fuengirola. Cuando abonaron la entrada, una rubia madura con formas redondeadas, Fani, la dueña, los recibió como solícita anfitriona, orgullosa de su establecimiento. Un local amplio y elegante, con pistas de baile oscuras, saloncitos con luces rojas y camas, piscina, bañeras y un buen número de clientes, muchos de los cuales se acariciaban entre las sombras. Los inquietó aquel ambiente. Fani, tras indicar a uno de los camareros que les sirviera una copa, apareció con una pareja; al principio, ella condujo la conversación, surtida de anécdotas y risas; luego, cuando el alcohol provocó sus efectos, los cinco intervinieron con mejor ánimo y desparpajo. Fani propuso un baño de espuma; allí, comenzó a acariciar a los dos hombres, luego a las dos mujeres; vencida la vergüenza inicial, los cuatro culminaron sus deseos bajo la supervisión de aquella domadora circense.
El regreso transcurrió silencioso. Rosita había chillado de placer, mientras que alguna dificultad eréctil y eyaculatoria de su cónyuge hubo de ser resuelta por la anfitriona con bastantes dificultades. Una experiencia desagradable; el aguijonazo de Rafael se manifestó nefasto; de esos aguijonazos trampantojos que sólo conducen a la tristeza, incluso, a la ruina. No podía olvidar los gemidos de Rosita; con él nunca brotaron con tal volumen; exclamaciones leves tras el acto, pero poco más.
La convivencia se enrareció. Rafael fue deslizándose por el barranco de un desatino que le inducía al recuerdo del otro en cada postura, en cada gesto de Rosita, en sus ojos cerrados o en sus novedosos ayes de diva. Los celos surgen y veloces calan raíces alimenticias en el jardín de nuestros complejos personales. Rafael comenzó a comportarse de un modo inconveniente en el trabajo, padecía episodios de ausencia aunque hablara con el director de su departamento; los informes, redactados a trompicones, henchidos de anacolutos, errores e incongruencias no llegaban a tiempo. Sus superiores lo sancionaron; aquella empresa facilitaba el despido a quien no la satisficiera aunque ostentara el galardón de empleado ejemplar sobre la solapa.
Rafael perdió el control. Huía durante la media hora del desayuno para comprobar dónde se encontraba su esposa; además, adquirió artilugios que registrasen todas las llamadas telefónicas recibidas aunque fueran borradas de la memoria electrónica. Apenas dormía y cualquier comentario de su señora o hijos ocasionaba una grave discusión. Esos trastornos mentales eran soportados por Rosita, pero no se atrevía a hablar de las causas de tanta amargura. El equilibrio psíquico de Rafael cayó. Se escapaba del trabajo durante más de tres horas para espiar a Rosita. Desbocada su irrealidad, olvidó la cita con un importante cliente al que, como desagravio, atendió uno de los ejecutivos generales. Cuando regresó, tras una bronca con Rosita por su excesiva conversación con el frutero, lo aguardaba en su mesa una orden de traslado inmediato a un puesto de inferior categoría y retribución, en la pequeña sucursal de un pueblo a ochenta kilómetros de su domicilio. Peor que un despido.
Aquella tarde, Rafael destrozó el ordenador doméstico a golpes y arrojó la pantalla desde la terraza hasta el asfalto, por suerte sin más consecuencias. Ante aquel episodio de locura, la policía escoltaba al médico de urgencias, un chico frágil y menudo, recién salido de la facultad frente a su primer caso difícil. Lanzó por delante a agentes con porras y subalternos con la camisa de fuerza; fue el último en entrar con su jeringuilla cargada de tranquilizantes, cuando ya Rafael se revolvía por el suelo como lombriz presa de la trampa. Chilló, como nunca lo había hecho, que se marcharan de allí, que no estaba un loco, que Rosita era una puta y que Rosita era una santa, que Rosita lo perdonara y que Rosita se hundiera en el infierno. Un aguijonazo letal.
Rafael Perales
27
Jun