Si no recuerdo mal, fueron los romanos quienes esculpieron para la posteridad que el hombre es un lobo para el hombre. Siempre me pareció el lobo una criatura noble, incluso porto uno tatuado; antes me fiaría de un cánido en mitad del campo que de un semejante. No cultivo demasiada buena opinión de nosotros. La mayor manada de lobos nunca turbaría nuestra conciencia con titulares como los de la semana anterior, reflejo de las facetas más execrables de la inteligencia del humano, animal ajeno a sí mismo, extranjero a su instinto y a su planeta, semi-dios engreído al que jamás importó violar sus crías aún lactantes, o legar bombas al azar para que siembren el pánico entre los suyos. Ya digo, los lobos generaron miedo sólo en nuestro imaginario colectivo, tal vez, porque a algún ser debíamos atribuirle mayor insania que a nosotros mismos; los romanos fueron peritos en estupros, genocidios e inoculación del terror. El hombre es un hombre para el hombre enunciaría esta paradoja necesaria, según veo.
No obstante, también los días pasados me ofrecieron una reconciliación privada conmigo mismo, a través de la última exposición de Pablo Alonso Herraiz, uno de los artistas malagueños con mayor proyección exterior y con una trayectoria más sólida a cada paso. Afortunadamente, en Málaga podríamos escribir esas mismas líneas de otros. Esta buena salud de nuestra creatividad se materializa en la ética con que Pablo enfoca el universo moral humano. Su serie titulada “Pongo un circo y me crecen los enanos”, colgada en las paredes de la galería de Javier Marín, exhibió hasta el viernes una visión de enanos crecidos por encima de las carpas, risueños, laboriosos y felices como símbolos de esas ascuas de bondad que también custodiamos y que, a pesar de que no cumplan las funciones requeridas por la sociedad mercantil que hemos erigido, se avivan en nuestro interior y a veces nos superan hasta mostrarnos como seres libres por encima de esas lonas circenses que coartan la nobleza que algunas circunstancias despiertan. Fueron los románticos alemanes quienes leyeron en D. Quijote al héroe que nos susurra esos párrafos de idealismo que también jalonan nuestra destructiva historia; Cervantes biografió con maestría y crueldad a un fantoche heredero de los extintos caballeros medievales, tan falseados en los relatos como los súper-hombres del club Marvel. La mentira de la mentira, por tanto, nos refleja la verdad y por ahí discurre el camino del armisticio que entablamos con nosotros para que la locura no nos invada. Late en nuestro fondo genético la bondad con corazón de gigante. Oigámoslo por más que el ruido truene.
Pablo Alonso Herraiz
27
Jun